martes, 6 de septiembre de 2016

CAPÍTULO SEIS "LOS ZAPATOS DE HIERRO"


El Marqués del Sol había franqueado la montaña. Su caballo blanco ganaba terreno a ojos vistas. La muchacha arrojó entonces al suelo su velo gris y gritó: – ¡Conviértete en nube y ocúltanos! Inmediatamente una nube espesa ocultó a los fugitivos de la vista del hechicero, pero no tardó el viento en dispersarla y prosiguió la persecución. El río estaba lejos todavía. Al atravesar un bosque, el caballo negro tropezó y cayó al suelo. Luis y Blancaflor habían saltado de la silla, pero cuando levantaron al caballo vieron que apenas podía sostenerse. La joven murmuró algunas palabras; en el acto el caballo se convirtió en un nogal y los fugitivos en nueces verdes. Sucedió todo oportunamente, pues el hechicero pasaba un segundo más tarde muy cerca del árbol a pleno galope. Poco después, volvía sobre sus pasos, dándose cuenta de que había perdido la pista de los fugitivos. Estos, cuando lo vieron bastante lejos, recobraron su forma natural y continuaron la huida a pie. Ya se hallaban muy cerca del río cuando oyeron de nuevo, el galope formidable del caballo blanco, tan cerca de ellos, que la muchacha no tuvo tiempo esta vez de recurrir a sus artes mágicas. Espantada, se vio perdida, así como su novio, y lloró. Sus lágrimas se convirtieron en un río que creció y creció, entendiéndose entre ellos y el hechicero, que se habría ahogado si el caballo blanco, apoyando las patas delanteras en el suelo, no se hubiese detenido en seco arrojándolo por encima de las orejas. – ¡Te escapas de mis manos, maldita! – rugió colérico – ¡Pero las artes mágicas que te enseñé y el poder que te conferí no te servirán de nada en lo sucesivo! Desde ahora en adelante serás una mujer como las demás y tu novio se olvidará de ti en cuanto bese a otra persona. – ¡Oh, Luis! – exclamó, Blancaflor – ¡Por seguirte he abandonado a mi padre, a mis hermanas, al castillo donde tan feliz vivía y la omnipotencia de mis artes mágicas! ¿Me olvidarás, como ha predicho mi padre? Luis, por toda respuesta, le dio un beso. Cuando hubieron llegado a poca distancia del pueblo, tuvieron que detenerse agotados por la fatiga. Luis, con gran trabajo, condujo a la joven a un bosque de olivos y le dijo que descansara mientras él iba a buscar un caballo a Córdoba. – No tardaré – añadió. Dos horas más tarde, el joven se hallaba en Córdoba y se dirigió a un hotel donde sabía que encontraría caballos. Una anciana que le vio pasar, gritó, alborozada: – ¡Santo Dios! ¡Si es Luisito! Se arrojó al cuello del joven y le besó efusivamente en las mejillas. Luis recordó con placer en aquella anciana a una antigua criada que había tenido muchos años en su casa. Besóla a su vez y le pidió noticias de sus familiares. – ¡Todos están bien! ¡Todos están bien! ¿Y tú, hijo mío? Todas te dábamos por muerto; es decir, todos no; yo sabía que volverías tarde o temprano, pues le había ofrecido un cirio a San Antonio si volvía a verte… ¡Y me ha hecho caso! ¿A dónde te dirigías con tanta prisa, muchacho? – ¿A dónde iba? Pues, no lo sé. – ¿Te burlas? ¿Vas a decirme también que no sabes de dónde vienes? – ¿De dónde vengo? Pues, tampoco lo sé. – Está bien… Está bien… No me lo digas, si no quieres… Estoy demasiado contenta de volver a verte para enfadarme por tus bromas. Luis fue a pasearse por la ciudad. Encontró a muchos de sus antiguos amigos y se enteró de que un tío suyo, extraordinariamente rico, había fallecido durante su ausencia, nombrándole heredero universal. Entró en posesión de su inesperada fortuna y empezó a hacer la misma vida de siempre. La maldición del hechicero se había realizado. Luis había olvidado a Blancaflor. Ya hacía un año que estaba Luis de regreso cuando encontró en un rincón de la casa un paquetito que se acordó de haber dejado allí el día en que volvió a Córdoba rendido de fatiga. Deshizo el paquete y apareció ante sus ojos un maravilloso tejido de plumas blancas, ligeras y suaves como las de un pájaro. – ¿Dónde he visto yo antes este manto? – exclamó contemplándolo con aire pensativo. CONTINUARÁ...