martes, 1 de noviembre de 2016

SEIS - EDUCAR PARA LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA


En mi opinión, la principal dificultad a la que se enfrenta la acción social no es, casi nunca, un problema de medios, de poder, sino un problema de compromisos, de querer. La acción social es el último estadio de un proceso que se compone de cuatro momentos consecutivos y firmemente interrelacionados: 1º Saber; 2º Querer; 3ª Poder; 4º Hacer. Esta es la cadena que desemboca en la acción social, al menos en la buena acción social: en la acción social reflexionada, orientada, medida y evaluada. Una cadena que se retroalimenta generando un círculo virtuoso: saber más, querer más (y, sobre todo, mejor), poder más, hacer más... Volvamos, entonces, a la pregunta que nos convoca: ¿Por qué interesarnos en los problemas del mundo? Ya hemos dejado claro que estamos hablando de un “cómo-cómo” y no de un “cómo-por qué”. Lo que nos preocupa es cómo actuar de manera más adecuada y eficaz en favor de las personas más frágiles y de los colectivos más vulnerables y en contra de los procesos sociales, las estructuras institucionales y los marcos culturales que provocan, permiten, mantienen o justifican esa fragilidad y esa vulnerabilidad. No estamos buscando razones para trabajar en esta dirección. No las necesitamos. Pero es que sería inútil buscarlas, porque no las hay: No hay, seamos francos, ninguna “buena razón” para que debamos ser guardianes de nuestros hermanos, para que tengamos que preocuparnos, para que tengamos que ser morales, y en una sociedad orientada hacia la utilidad los pobres y dolientes, inútiles y sin ninguna función, no pueden contar con pruebas racionales de su derecho a la felicidad. Sí, admitámoslo: no hay nada “razonable” en asumir la responsabilidad, en preocuparse y en ser moral. La moral sólo se tiene a sí misma para apoyarlo: es mejor preocuparse que lavarse las manos, es mejor ser solidario con la infelicidad del otro que indiferente, es muchísimo mejor ser moral, aun cuando ello no haga a las personas más ricas y a las empresas más rentables (2001, p. 98). “La moralidad –insiste Bauman– es endémica e irremediablemente no racional, en el sentido de que no es calculada y, por ende, no se presenta como reglas impersonales que deben seguirse” (2004, p. 72). No hay razón per se que valga para justificar nuestro compromiso con nuestras hermanas y hermanos más frágiles. O, si la hay, es una razón sobrevenida, una razón a posteriori, una razón que sólo es razonable porque se alimenta de una narración. [4] Como señala Ignatieff, el actual clima de desencanto frente a las grandes filosofías del compromiso y a sus propuestas coincide con la desaparición o, al menos, con el debilitamiento de aquellas narraciones morales que servían para dotar de significado a los acontecimientos en los que se juega nuestra propia condición humana y en las que se fundamentaba el compromiso: “La ausencia de narraciones explicativas Educar para la participación ciudadana en la enseñanza de las Ciencias Sociales 24 erosiona la ética del compromiso” (1999, pp. 96-97). Parábolas, historias ejemplares, cuentos, relatos, mitos... Nuestra ecología moral se construye narrativamente. Necesitamos ejemplos que simbolicen aquello que queremos ser, aquello que creemos que es lo bueno. Sin historias compartidas no hay sociedad. Mediante el lenguaje -que no es sino construcción humana, artificio- creamos y mantenemos la realidad. Hasta que las cosas no son nombradas, podemos decir que no existen. De ahí la importancia que adquiere el manejo del lenguaje. Por eso la ausencia de narraciones adecuadas erosiona continuamente la ética del compromiso al volver crecientemente argumentativo (¿por qué debo comprometerme?) lo que, al menos en términos ideales, debería fundarse en la convicción. La ausencia de narraciones hace que los que deberían ser “problecómos” se conviertan en “problequés” “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”, responde enojado Caín cuando Dios le pregunta dónde está Abel. Por el relato del Génesis sabemos que cuando Caín responde así acaba de asesinar a su hermano, por lo que sus palabras pueden parecernos un intento de ocultar su crimen, algo así como un “No sé de qué me hablas”, o un “Yo no he sido”, o un “¿A mí qué me cuentas?”, con el que eludir su responsabilidad tras el crimen. En realidad, el evasivo interrogante de Caín no es consecuencia de su fratricidio, sino causa del mismo. Sólo cronológicamente sucede al crimen: en realidad, el asesinato de Abel sólo es posible porque previamente Caín había decidido que no era el guardián de su hermano, que entre ellos no existía vínculo de interdependencia ninguno, que el destino de Abel no era algo de lo que debería sentirse responsable. Pero la comunidad humana sólo es posible si respondemos positivamente a la pregunta de Caín: “Sí, soy el guardián de mi hermano”. Más aún, la comunidad humana es posible sólo si no nos hacemos esta pregunta, sólo si no necesitamos hacernos esta pregunta, al considerarla plena y legítimamente respondida. Bauman lo ha expresado con luminosa rotundidad: La aceptación del precepto de amar al prójimo es el acta de nacimiento de la humanidad. Todas las otras rutinas de la cohabitación humana, así como sus reglas preestablecidas o descubiertas retrospectivamente, son sólo una lista (nunca completa) de notas al pie de página de ese precepto. Si este precepto fuera ignorado o desechado, no habría nadie que construyera esa lista o evaluara su completud (2005, p. 106). En palabras de Simone Weil, “hay obligación hacia todo ser humano por el mero hecho de serlo, sin que intervenga ninguna otra condición, e incluso aunque el ser humano mismo no reconozca obligación alguna” (1996, p. 24). Esta obligación no se basa en una convención, es eterna e incondicionada. “Es preciso reconocer -escribe por su parte Crespi (1996)- que la relación con el otro no depende de una elección personal; tenemos una deuda con él que hemos contraído aún antes de reconocer su existencia”. En efecto, existe una trama de vinculaciones entre los seres humanos derivada de nuestra naturaleza social que nos compromete con unas obligaciones cuya ignorancia no exime de su cumplimiento. No cabe, pues, elegir el descompromiso, la irresponsabilidad hacia las necesidades vitales del otro, salvo que al hacerlo elijamos también despojarnos de nuestra propia humanidad. Es por ello que el compromiso no es algo que se escoja, sino algo que nos escoge. No tenemos compromisos, sino que son los compromisos los que nos tienen. Sólo si somos capaces de reconocernos deudores del otro, sólo si, como dice Reyes Mate, Imanol Zubero Problemas del mundo, movimientos sociales y participación ciudadana 25 aceptamos que “el otro lleva una contabilidad que no coincide con la nuestra”, podremos abrirnos a la exigencia de ponernos al servicio de sus necesidades. Estos planteamientos resultan extemporáneos en una época calificada de posmoralista, en la que se ha levantado acta de defunción de la cultura sacrificial del deber, tanto en su versión religiosa como laica. CONTINUARÁ...

Homero Manzi

Homero Manzi Un poeta en la Tormenta Parte 1/12

Homero Manzi Un poeta en la tormenta Parte 2/12

Homero Manzi Un poeta en la Tormenta Parte 3/12

Homero Manzi Un poeta en la Tormenta Parte 4/12

Homero Manzi Un poeta en la Tormenta Parte 5/12

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Homero Manzi Un poeta en la Tormenta Parte 10/12

Homero Manzi Un poeta en la Tormenta Parte 11/12

Homero Manzi Un poeta en la Tormenta Parte 12/12