domingo, 2 de agosto de 2015

Los problemas de los seres humanos son pocos y siempre los mismos POR JUAN TONELLI


El Pellizco Los problemas de los seres humanos son pocos y siempre los mismos POR JUAN TONELLI DOMINGO 26 JULIO, 2015 ¿Estoy desperdiciando mi vida? Tan pronto se puso el lápiz contra las costillas, debajo de su lola izquierda, comprobó lo peor. Efectivamente sus pechos ya eran víctimas de la ley de la gravedad, e involuntariamente sostenían al lápiz impidiendo que cayera. La decadencia ya había llegado. María confiaba en que el lápiz no se caería; que el pliego de su lola, no lo sostendría. Pero evidentemente, matarse en el gimnasio no alcanzaba y los más de cuarenta se hacían notar. Nada que no supiera, pero una cosa era intuirlo haciéndose la distraída, y otra muy distinta era verificarlo. Dispuesta a abrir las puertas del infierno, fue a su vestidor, se desvistió, y tomó un espejo de mano. Ayudada por ambos espejos miró su cola, sus piernas, su espalda. Casi se muere. Su frente no dejaba tan crueles evidencias como su dorso. Más allá de la inevitable celulitis y algunos moderados depósitos de grasa localizada, le resultó devastador observar su cuerpo envejecido. No tenía la cola caída de una abuela, ni tampoco la cintura de una mujer post menopáusica. Así y todo, tejidos flojos, pozos, y una musculatura decreciente le mostraron brutalmente su realidad. Se vistió rápido como si quisiera borrar del mapa todo lo que acababa de ver. Tal como había hecho con su ex marido que era un infiel serial, María prefería no saber. Aunque cuando hacía como que no sabía, sabía. Para peor, después la realidad llegaba toda junta. Fue a la cocina a tomarse un trago para aflojar la cantidad de emociones que era incapaz de procesar. Mientras se servía un merlot, pensó que esa copa tenía más calorías que se sumarían al deterioro que acababa de ver. Siguió adelante, asumiendo que aquel no era un momento para tomar agua mineral. Con la ayuda del vino, intentó reflexionar sobre la angustia que le provocaba ver su cuerpo decadente. Rápidamente registró que el asunto era la finitud de la vida. Y si bien la muerte parecía lejana, ya percibía que algún día llegaría. Lo que no había ocurrido en sus primeros cuarenta años de vida ahora sucedía con impunidad: el fin de la vida, aunque lejano, se empezaba a divisar. María nunca había tenido mucho rollo con la muerte. Pensaba que si se moría cuando sus hijos ya eran grandes, no pasaba nada. Sería como quedarse dormida. Su problema era enfrentar el deterioro físico, que la angustiaba bastante. Y si bien todavía parecía un escenario lejano, ya empezaba a verse. Lo que antes no existía como posibilidad, ahora era una inquietud creciente. El merlot le permitió registrar que su angustia tenía que ver con otra cosa. No se trataba del inevitable deterioro al que estaría expuesta más adelante. La emoción que sentía era más existencial, y tenía que ver con el temor a desperdiciar la vida. Hasta hacía poco, como en la cabeza de María ni asomaba el tema de la muerte, tampoco existía la preocupación por aprovechar la vida. Después de todo, si alguien se sentía inmortal, ¿cómo sentirse presionado por obtener un buen resultado? Siempre habría tiempo para reencauzar las cosas o seguir probando. Registrar la finitud de la vida tenía la enfrentaba a esa pregunta. No podía seguir especulando con que había tiempo de sobra para revertir un mal resultado. Al igual que en el fútbol, si un equipo iba perdiendo 3 a 0 y faltaban diez minutos para el final, era claro que el partido estaba perdido. María no sintió estar perdiendo 3 a 0, ni que faltaran diez minutos para el final. Sin embargo, arrancaba el segundo tiempo, y resultado actual era un empate o una modesta victoria por 1 a 0. Pero aún ese triunfo parcial era muy inestable frente a la enorme exigencia que tenía por delante. Ganar 1 a 0 no alcanzaba. Ella debía ganar por goleada. Entonces, una cosa era no tener registro del tiempo, como le había pasado en la primera parte de su vida, y otra distinta era enterarse que el primer tiempo ya se había terminado y que estaba corriendo la segunda y última mitad. Intentó averiguar qué significaba ganar por goleada. Solo encontró difusas respuestas. Se fue al otro extremo, preguntándose qué sería para ella desperdiciar su vida. La pregunta era muy peligrosa porque en función de la altura a la que pusiera la vara, sellaría su suerte. Tener una buena vida o fracasar eran dos juicios con un componente de subjetividad muy grande. ¿Podrían las personas elegir a qué altura poner la vara, o esa unidad de medida era configurada en la infancia, sin más alternativas que asumirla? Llenó una segunda copa de merlot, confiando en que el alcohol aflojara sus defensas y aflorara la verdad. Registró que sus expectativas eran altísimas y que para considerar que su vida había estado buena tenía necesitaba ciertos logros que no había obtenido y que ya no conseguiría. Lo primero que irrumpió en su mente fue la familia. La idea de la familia unida había quedado atrás. A diferencia de los hombres, que solían separarse porque se habían enamorado de otra mujer, las mujeres lo hacían por tener un nivel de insatisfacción alto y no estar dispuestas a seguir viviendo así. María, como tantas, no había tenido bien claro qué era lo que quería, pero sí sabía lo que no quería. Y entre las cosas que no quería estaba su marido. Con la separación, había muerto la idea de la familia Ingalls. Los tiempos posteriores a la separación habían sido muy difíciles, con mucho miedo de arruinar su vida. Todo era confusión, y la adversidad presionaba para que se reconciliara con su marido. En aquél entonces se preguntó mil veces si estaba haciendo lo correcto, o si era otro capricho de alguien inmaduro que a los cuarenta años seguía soñando con fantasías. Fuera por lo que fuese, su fuerza y tozudez la sacaron adelante, sin necesidad de reconciliarse con su marido para simplificar su existencia. Pudo salir del fondo del pozo, sentirse fuerte, encontrar de nuevo al amor y conocer la felicidad. Pero no más maridos con cama adentro ni ideas de un hogar con chimenea y olor a pan recién horneado. Sobrellevar dos hijos adolescentes era bien complejo. Todo fue encontrando su lugar y la vida volvió a sonreírle. Había sido sorteado su crisis más profunda, sin estrellarse. Pocos años después el villano de la insatisfacción volvía a presentarse. Ver su cuerpo deteriorándose le recordó que su tiempo no era eterno. Pocas semanas antes había visitado a una amiga que vivía en el exterior. Ella también era divorciada, aunque se había vuelto a casar y tenido más hijos. Fue a cenar a aquél nuevo hogar, con marido, empleada con cama adentro y el griterío de una familia. Paradójicamente, en vez de sentir melancolía o envidia, María salió espantada. No quería volver a vivir algo así ni de casualidad. Amaba estar con sus hijos, como así también disfrutaba su soledad y tranquilidad cuando ellos no estaban. Adoraba estar con su nuevo compañero, como también no estar obligada a convivir con él cuando se peleaban. Como si la idea de la familia Ingalls no recompensara tanto como prometía. Volvió a preguntarse que sería para ella tener una buena vida. ¿Ser rica? ¿Famosa? ¿Exitosa? ¿Qué querían decir esas palabras? ¿Ser una buena madre? ¿Criar hijos capaces de desempeñarse bien en la vida? Si bien la respuesta a estas últimas preguntas era afirmativa, le pareció que la existencia no podía ser solo eso. ¿Tener un buen desarrollo profesional? ¿Estar con un hombre al que amar y por el cual ser amada? Todos eran temas importantes, y seguramente la felicidad estaba compuesta por una multiplicidad de factores. Sin embargo, María tenía una pregunta que seguía inquietando su corazón. Todo parecía insuficiente, como si nada bastara. Se sentía confrontada contra los límites de su existencia. Recordó a una sabia jefa que veinte años atrás le había dicho que “en la vida no hay mucho más que tener un buen trabajo, una buena pareja, hijos sanos.” Si bien María había asentido, aquella definición le había resultado aterradora. Si la vida era solo eso, era una trampa, un gran malentendido. Simplemente no podía ser. Debía haber algo más. Ahora, a sus cuarenta y cuatro años estaba confrontada contra aquella realidad que le había anticipado su jefa. Se preguntó si más que un anticipo no sería una maldición. Se sirvió una tercera copa de vino, mientras su espíritu seguía en caída libre. Vino a su mente otra conversación con una amiga de cincuenta y ocho años, quien pese a haber sido toda su vida una exitosa ejecutiva, le contaba que a esa edad le costaba mucho reinventarse. Y que vivía con austeridad porque la línea divisoria entre la solvencia y la pobreza era muy delgada. María se había quedado angustiada, pensando cómo podría evitar aquél escenario para su propia vida. El solo imaginar que a sus sesenta se apagaban los motores y sólo restaba planear un par de décadas, le resultaba desolador. Tomó conciencia de que nada le bastaba. Que el problema no era lo que hiciera o dejara de hacer, sino que los objetivos que alcanzar eran una trampa. No es que la vara estuviera alta. Era que cada vez que la saltaba, una mano invisible la volvía a subir un poco más. ¿Sería su propia mano? Sus metas resultaban como la línea del horizonte, que nunca puede ser alcanzada. Inmediatamente pensó en dejar de subirse la vara y en la medida de lo posible, bajarla. Sin embargo, un sentimiento de pena y frustración la invadió. ¿Cómo lidiar con semejante monstruo? No se podía ganar, no se podía empatar, y ni siquiera se podía abandonar el juego. Había que quedarse y continuar perdiendo. Recordó a un filósofo que decía que la felicidad era como el sexo. Si uno se preguntaba si lo estaba pasando bien, era porque no estaba gozando. Cuando uno era feliz, no había preguntas. ¿Pero se podía evitar las preguntas? ¿O una vez que surgían, el problema ya estaba instalado? Recordó los momentos más felices de su vida. Algunos eran logros, muchos eran vínculos con familiares o amigos. Percibió que su encuentro consigo misma era la mayor fuente de plenitud. Como si la felicidad estuviera vinculada a la relación con uno mismo y con otras personas, y nunca a la relación de uno con objetos. La alegría producida por tener un determinado auto, casa o empleo, duraba a lo sumo, meses. La relación de uno con uno mismo, toda la vida. También el vínculo con los otros, que podía durar y crecer a lo largo de los años, algo que los bienes nunca ofrecían. María se dio cuenta que no tenía sentido pelear contra el decaimiento físico. Nada le resultaba más patético que esas mujeres que habiendo sido bellísimas, estaban deformadas por cirugías, botox y colágenos. Cuidaría su cuerpo para poder seguir viviendo lo mejor posible, pero sin negar el paso del tiempo. Después de todo, era como pretender rechazar la ley de la gravedad. Las manzanas, las lolas y el cuerpo caían de arriba hacia abajo. Por otra parte, buscarle un sentido a la existencia posibilitaba hacer todos los ajustes necesarios para ir logrando crecientes niveles de plenitud. Sin embargo, obsesionarse con la felicidad era la mejor forma de volverse infeliz. Parecía mejor limitarse a alinear el pensar y el sentir con el hacer sin exigirse ni mucho menos, descalificarse por lo difícil y frustrante que podía ser la tarea. Simplemente tratar de hacerlo, con delicadeza y misericordia con uno mismo, permitiendo que la semilla de la plenitud fuera creciendo a su tiempo y a su forma. Con un sentimiento de paz, María tapó la botella de vino. Aquella noche, el dios Baco la había ayudado a ver lo buena que era la vida.

La historia del olvidado cronista que inmortalizó los orígenes de la Argentina...


La historia del olvidado cronista que inmortalizó los orígenes de la Argentina Por: Juan Pablo Bustos Thames Ignacio Nuñez fue uno de los narradores más importantes de los años fundacionales del país, pero la historia le ha reservado un lugar marginal en sus anales. Infobae rescata su fascinante vida Ignorado por la mayoría de los argentinos, Ignacio Núñez fue sin embargo uno de los más valiosos cronistas y narradores nuestros años fundacionales. Participó en las invasiones inglesas, en las guerras de la independencia contra el Brasil y en los conflictos civiles argentinos. Relevante funcionario público, escritor, militar, periodista y testigo de los años que nos dieron origen como nación. Ignacio Benito Núñez Conde nació en Buenos Aires el 31 de julio de 1792. Era hijo del famoso escribano del Cabildo de Buenos Aires, don Justo José Núñez, quien redactó el acta de la sesión del 25 de mayo por la cual se designó a la Primera Junta. Hacia 1844 empezó a escribir lo que él denominaba sus "entretenimientos". Estos apuntes, inconclusos en razón de su muerte, acaecida el 22 de enero de 1846, serían publicados por su hijo, Julio Núñez, bajo el título de "Noticias Históricas de la República Argentina", once años después del fallecimiento de su padre. A raíz de las invasiones inglesas, Ignacio se enroló, a los catorce años, como cadete en el Tercer Escuadrón de Húsares, el 8 de octubre de 1806. Esta unidad de caballería era comandada por su tío paterno, Pedro Ramón Núñez. Se la conocía como Húsares de Núñez. Su uniforme era verde, a diferencia de los otros escuadrones de húsares, que vestían atuendo azul. Destacó en la Defensa de Buenos Aires y en la custodia del apresado Gral. William Beresford. En 1808 fue ascendido a subteniente y portaestandarte (abanderado) de su cuerpo. Hasta 1829 se desempeñó en distintos destinos militares en las tres armas del ejército (infantería, caballería y artillería) y llegó hasta el grado de capitán. Su foja de servicios da cuenta de diversos actos de valor en las invasiones inglesas, en las guerras de la independencia y también durante la guerra contra el Imperio del Brasil. El "1.º de enero de 1809, en que sucedió el motín contra las autoridades legítimas y que uniéndose con el cuerpo para el aquietamiento del tumulto fue herido de dos balazos, haciendo las funciones de ayudante, por no hallarse el que lo era mayor, [...] circunstancias que merecieron que el Exmo. Sr. virrey D. Santiago Liniers lo eligiese por capitán de infantería de ejército". Estos dos balazos en el muslo serían los primeros de una serie de lesiones que soportaría en el servicio. En esta oportunidad, en ocasión del golpe de Estado que tramaba el alcalde de primer voto, don Martín de Alzaga, en combinación con el Cabildo de Buenos Aires, a fin de derrocar a Santiago de Liniers, el joven subteniente Ignacio, de dieciséis años, defendió al virrey francés con los Húsares de Núñez y cargó contra el tercio de Miñones, que se había amotinado. Su hijo Julio recordaría: "uno de cuyos proyectiles, que nunca fue posible extraerle, lo conservó en una pierna durante toda su vida, sufriendo crueles padecimientos, en ciertas épocas del año". Más adelante, ese mismo año, en misión a Santa Fe, se fracturaría una pierna "en persecución de unos malévolos". Por ambos episodios, su tío, el coronel Pedro Ramón Núñez, lo recomendó para ser premiado. Liniers lo ascendió a capitán de infantería. En la faz civil, Núñez se desempeñó como secretario de la Lotería Nacional (1812), oficial 1.º de la Secretaría de la Asamblea General Constituyente (1813), prosecretario del Congreso de Tucumán (1817), oficial 1.º de la Secretaría de Gobierno y Relaciones Exteriores de la Provincia de Buenos Aires (1821), donde fue un eficaz colaborador de Bernardino Rivadavia. Hacia 1825 Rivadavia fue designado embajador argentino en Inglaterra y llevó consigo a Núñez como secretario. El retrato que ilustra esta nota es copia de una pintura al óleo realizada entonces en Londres, cuando Núñez tenía treinta y tres años. Este cuadro fue un regalo sorpresa que le efectuó Sir. Woobdine Parish, diplomático británico en el Río de la Plata, junto con un escritorio portátil sobre el cual escribió sus Noticias Históricas. A mediados de 1826, en ocasión de la guerra con el Brasil, debió realizar una delicada misión. El jefe del Ejército Argentino en operaciones, Gral. Martín Rodríguez, se había enemistado con el caudillo oriental Gral. Juan Antonio Lavalleja, lo cual ponía en riesgo el éxito de la campaña. Núñez, enviado por el presidente Rivadavia, en solo un mes logró limar las asperezas y consiguió que Lavalleja se incorporara al ejército republicano, que se aprestaba a atacar a las tropas imperiales. En sus Noticias Históricas... Ignacio Núñez nos brinda apasionantes e interesantísimos relatos de los heroicos episodios y las tramas políticas que cimentaron nuestros primeros años: las invasiones inglesas, el Virreinato de Liniers, la Revolución de Mayo, las peleas entre morenistas y saavedristas, primero, y entre unitarios y federales, después. Gracias a él sabemos que las tropas que en julio de 1810 marcharon hacia Córdoba a enfrentarse con los contrarrevolucionarios lo hicieron con cintas celestes y blancas atadas al caño de sus fusiles. Núñez nos cuenta, con vivaz interés, cómo fue el curioso episodio de la fiesta celebrada en el cuartel de Patricios a fines de 1810, donde el oficial Anastasio Duarte ofreció un brindis en honor del "Emperador de América", aludiendo de este modo a su jefe, Cornelio Saavedra. Nos cuenta también cómo el secretario Mariano Moreno, acompañado de otro vocal de la Junta, a quien no identifica (posiblemente sean Juan José Paso, Miguel de Azcuénaga o Juan Larrea), llegaron esa noche a la entrada del cuartel de Patricios, cuando el centinela no les franqueó el paso, pese a identificarse como miembros de la Junta. Narra cómo se enteró Moreno de lo que había ocurrido dentro del cuartel y cómo reaccionó. Nos da detalles de cómo se desarrolló la tensa reunión de la Primera Junta, que tuvo lugar inmediatamente después; de cómo el secretario Moreno acorraló al presidente y lo obligó a aprobar su famoso Decreto de Supresión de Honores. Ignacio Núñez nos proporciona un retrato apasionante y vívido de muchos de nuestros próceres fundacionales: desde Mariano Moreno, a quien idolatra en exceso, hasta Cornelio Saavedra, a quien defenestra, sin contemplación. Desde Santiago de Liniers hasta Gregorio "El Deán" Funes. Diversas otras personalidades de la época desfilan, ante nosotros, descritas magistralmente por su pluma. De Mariano Moreno, a quien trató en persona, diría: "desempeñaba al mismo tiempo las funciones de secretario de todos los departamentos, menos el de Hacienda: en uno y otro carácter, él se había constituido campeador de la revolución, arrastrado por una aspiración desmedida a la gloria de merecer este renombre, sobre la conciencia que él tenía del poder de sus talentos, de la energía de su alma y de la fuerza de su genio emprendedor". Núñez nos narraría también cómo fue aquella célebre y escandalosa sesión donde se resolvió la incorporación de los diputados del Interior a la entonces Primera Junta, dando origen a lo que la historia denominaría luego "Junta Grande". Por él sabemos cómo votó, sucintamente, cada vocal. Núñez nos dice cómo Moreno dio su portazo final, renunciando a la Primera Junta, así como también su fallecimiento en alta mar. Fervoroso morenista, en ningún momento culpa a Saavedra de la muerte de su referente político. De haber existido alguna sospecha en ese sentido, Núñez no hubiera dudado un segundo en acusar al potosino de asesino. Finalmente, su hijo Julio diría sobre su padre: "Dos prisiones sufrió durante su vida, y cosa original, las dos motivadas por cintas y sus colores". Durante su etapa morenista, una mañana de marzo de 1811, Ignacio, junto con otros jóvenes partidarios, se instaló bajo los arcos del Cabildo con una canasta con cintas celestes y blancas para colocarlas en el ojal de los trajes de los vecinos que pasaban. Esas cintas eran distintivos de la Sociedad Patriótica, el primer club político argentino, conformado por adherentes de Mariano Moreno. Por su prédica opositora, la Junta Grande, dominada por saavedristas y provincianos, apresó a los jóvenes alborotadores e Ignacio terminó en la cárcel. Seguramente la intervención de su padre, el prestigioso escribano del Cabildo, hizo que fuera liberado en el día. La segunda ocasión en la cual Núñez terminó con sus huesos en el calabozo fue, muchos años después, en ocasión de la dictadura rosista, en virtud de su "negativa a usar la ignominiosa cinta colorada, emblema del despotismo de Rosas, que solo cargó cuando los esbirros del tirano lo engrillaron y encerraron en una crujía de la cárcel pública". El prestigioso historiador Vicente Fidel López calificaría a Ignacio Núñez como "un escritor argentino de alto mérito". Otro historiador de fuste, el ex presidente Bartolomé Mitre, aprobaría la decisión de su hijo Julio de publicar el trabajo de don Ignacio: "Me parece oportuno y apruebo su resolución, pues ese trabajo es uno de los más interesantes que ha escrito su señor padre... Don Ignacio Núñez es el único, después de Funes, que ha ilustrado esta parte de nuestra historia y lo ha hecho con animación y gran acopio de noticias". El autor es abogado e ingeniero. Autor de diversos libros sobre historia argentina.INFOBAE