martes, 9 de agosto de 2016

LOS CALABOZOS DE LANGEAIS - CAPÍTULO CUATRO


.. Vio su resistencia a la idea de una docena de días consecutivos de trabajo. Ella no tenía idea de lo que él pasaba en el mismo período de tiempo cada año. Y de que lo pasaría una vez más, a menos que tuviera al ángel de rodillas. —No —respondió. Chauncey se sentó en el brazo del sofá. Quería hablar amablemente, pero una corriente de advertencia cayó en su voz. —Dudo que tenga que recordarte cómo te he sido de gran ayuda en el pasado. ¿Qué piensas, amor, que será de tu futuro sin mí? —Esta es la última vez —le espetó ella. Cruzó las manos ligeramente en su regazo. —Siempre vuelves, pidiendo dinero. Siempre jurando que esta vez es la última. —¡Esta vez lo será! Él hizo una mueca de incredulidad, que sólo la enfureció más. Podía ser que ella lo dejara tener la última palabra esa noche, pero eso no iba a durar. Ella volvería tarde o temprano a vencerlo. Ya estaba deseando que llegue. Ella era una ninfa de fuego, de pie delante de él en un terciopelo crema que se fundía a la perfección con su piel translúcida y su pelo claro. Sólo sus ojos de un azul hielo se destacaban. Chauncey estaba a punto de ser cautivado por ella una vez más. —¿Tenemos un trato?" —¡Cuidado, Chauncey!. No soy una mujer con la que se pueda jugar. Tras esas últimas palabras, se dio la vuelta, desfilando junto a Boswell, quien saltó a la vida desde su lugar fuera de la biblioteca, y se fue corriendo tras ella para tratar de llegar a las puertas del castillo en primer lugar. Él perdió. Las puertas se cerraron, reverberando a través de los pasillos. Chauncey sonrió a pesar del dolor de cabeza que sentía. Odiaba las sorpresas, pero la visita inesperada de Elyce, aquella noche… bueno, él no podría haberlo planeado mejor. Estaría muy sorprendido si, a la tarde del día siguiente, Jolie Abrams no se encontraba sentada bonitamente en esa misma habitación. *** La noche siguiente, Chauncey se encontraba en su dormitorio. Su ayudante lo estaba vistiendo con pantalones de terciopelo verde y un chaleco a juego, cuando Boswell entró en la habitación. —La señorita Cunningham y la señorita Abrams están esperándolo en la biblioteca, Su Alteza. —Voy a estar en un minuto. Boswell tosió incómodamente sobre su puño. —La señorita Abrams se encuentra en un estado de… sueño. —entonó aquella última palabra de forma risueña. Chauncey se volvió hacia su mayordomo. —¿Ella está durmiendo en mi biblioteca? —Drogada, mi Señor —Chauncey soltó una carcajada. ¿Elyce la había drogado? La ninfa era aún más imaginativa de lo que él recordaba—. La señorita Cunningham dijo que la señorita Abrams ofrecía resistencia. Otros dos sirvientes y yo tuvimos que entrarla. Está muerta para el mundo, perdón por la expresión. Chauncey pensó en ello un momento. No había esperado que llegara drogada, pero era un hecho de poca importancia. Ella estaba allí. Sus ojos recorrieron la ventana. La luna estaba alta, burlándose de las estrellas por su brillo, y la media noche acercaba más con cada segundo que pasaba. Él había planeado saborear la profunda y escabrosa satisfacción que sentiría al oír gritar Jolie mientras la arrastraba hacia lo más profundo de los túneles laberínticos y húmedos por el agua estancada y el moho de las catacumbas, pero no habría tiempo para que el sedante se desgastase. Tenía que meterla en las entrañas del castillo antes de partir a encontrarse con el ángel en el cementerio. Había mucho por hacer. Tenía que trazar el camino. Tenía que preparar provisiones para que ella resistiera una quincena, por si acaso. Tenía que instruir a Boswell y los otros criados para que se mantuvieran alejados del castillo. Él no quería que nadie estuviese alrededor para ayudar al ángel a su voluntad. De repente, su impaciencia se desvaneció. Saber que no era el único incapaz de controlar su propio destino esa noche le causó una repentina oleada de satisfacción. En la cocina, Chauncey encendió una antorcha y abrió la pesada puerta que conducía al sótano. A pesar de todos los años que había vivido en el castillo, los túneles eran aún un misterio para él. Había ido sólo una o dos veces desde su última excursión como un niño, buscando demostrarse a sí mismo que podía, que ahora era un hombre grande y que no les tenía miedo a los monstruos inventados en su infancia. Empujó la antorcha hacia la oscuridad de la escalera, y la luz brilló sobre las paredes grises. Sus botas resonaban contra los escalones de piedra. En la parte inferior, fijó la antorcha en un soporte de pared. También había uno del otro lado de la bodega, pero por lo que sabía, era el último. No había existido necesidad de más soportes en los túneles, ya que nadie, excepto los presos y sus guías, se habían aventurado a ellos. Chauncey tenía cuatro grandes carretes de hilo en una bolsa de cuero, colgando de su hombro, y sacó el primero. Ató un extremo a la baranda, y tiró de él varias veces para confirmar que era seguro. Los pelos de su cuello se erizaron ante la idea de perderse en los túneles. Su padrastro había bromeado acerca de que había una sola dirección hacia ellos. Recordando aquello, Chauncey le dio un último tirón al hilo. Convencido de que aguantaría, tomó la antorcha y se adentró en la boca del diablo, desentrañando el carrete a su paso, marcando su camino con la red de hilo. *** Incluso entre el humo casi negro de la celda, recostada torpemente sobre el suelo de tierra, Jolie Abrams era hermosa. Su altura era poco convencional para una mujer, pero Chauncey no se encontraba en posición de ser crítico sobre alturas. Sus ropas de campesino habían sido sustituidas por una perfecta seda verde, y su ondulado cabello castaño estaba recogido, permitiendo observar sin obstáculos sus pómulos y rostro ovalado. Tenía las pestañas escandalosamente largas y salpicaduras de pecas que, de alguna manera intuía, la habían llevado a lanzar sus manos hacia arriba cada vez que se había enfrentado a un espejo. Un relicario de oro colgaba de su cuello. 10. 10. Chauncey le gruñó, usando su dedo pulgar para presionarlo y abrirlo. Para su sorpresa, no era el rostro del ángel el que se encontraba dentro, sino el de otra mujer. Se parecía demasiado a Jolie, por lo que no podía ser otra cosa que su hermana. Cerró el medallón, sintiéndose un tonto por entrometerse en sus cosas más íntimas, y luego inspeccionó la celda. Un catre en la esquina y una bandeja de plata para los alimentos sobre una mesa, fuera del alcance de los roedores. De pronto deseó haber traído algo para que se sienta más cómoda. Mantas, por lo menos. Ella era una dama, y el tratamiento adecuado del sexo opuesto se había arraigado fuertemente en él por las enseñanzas de sus tutores. Eso probablemente explicaba por qué elegía a granjeras o bailarinas, como Elyce, quienes buscaban un patrón rico, no un marido (cuando lo que él quería, después de todo, era una mujer). Echó un vistazo a las esposas colgando de las paredes, pero no veía la necesidad de ellas. La puerta de la celda era tan gruesa como un árbol cortado. Jolie tendría que rascar con sus uñas durante miles de años para tallar una salida. Un par de ratones corrieron a lo largo de la pared cuando él agitó la antorcha en las sombras más profundas. Los apresó debajo de la puerta y raspó sus excrementos con los talones de sus botas. Jolie se agitó a sus pies, soltando un suspiro de mal sueño. Estaba tendida de lado en la tierra que era más fría a causa del tiempo de finales de octubre. Bocanadas de aire helado brotaban de sus labios. —¿Quién eres? —dijo entre dientes, su voz un era silbido de rabia. Sus hombros subían y bajaban con cada respiración— ¿Qué quieres de mí? Él sintió la necesidad de decirle que todo aquello era culpa del ángel, pero la verdad era que él podría haberla dejado ir. Aunque no podía dejarla salir ahí mismo. Tenía que ordenarle a uno de sus cocheros que la llevara a casa. Ella regresaría a su cómoda y segura vida, mientras que él pasaría los próximos quince días en agonía… —Te vas a quedar aquí por un tiempo—dijo—. Me ocuparé de que te sientas cómoda, con suficiente comida y agua. —¿Cómoda? ¡¿Cómoda?! —se incorporó y le lanzó un puñado de tierra. Chauncey se quitó la suciedad de la camisa, lentamente. Era un bruto, ¿de verdad lo era? Un salvaje irracional. ¿Qué pensaría ella sobre el ángel? ¿Qué él era mejor? Si Chauncey era un tirano, el ángel era diez veces más terrible que el diablo. ¡Tomaba el cuerpo de Chauncey como rehén cada año! Y no era como si él pudiera huir durante esa docena de días y noches, o bloquear lo que veía. No. Por un par de semanas estaba atrapado en un cuerpo que no se sentía como el suyo, obligado a ver todo acto despreciable que el ángel le hacía pasar. Apostaba su dinero. Bebía su vino. Ordenaba a sus siervos. Estaba con sus mujeres. Hacía dos años, había sufrido en silencio, mientras el ángel seducía a Elyce, tratándola de una forma a la que ella se refería como "Los catorce días más mágicos de su vida”. Chauncey le había ordenado salir de su presencia en el momento en que el Jeshvan había terminado. Aún recordaba la confusión y la furia en sus ojos. No le dijo que él no era el responsable de sus quince días de magia. —¿Ni siquiera tienes la decencia de decirme de qué se trata? —las mejillas de Jolie estaban totalmente rojas, cada palabra que salía de su boca era para Chauncey como una aguja punzante. Sus ojos se posaron en su ropa a medida, y Chauncey pudo leer sus pensamientos. ¿Un caballero para vestirse, pero no para actuar? ¿Qué señor secuestra a una mujer y la mantiene prisionera? Se hinchó de humillación, pero también tenía que pensar en el ángel. Chauncey no iba a permitir que lo tomara de nuevo. La idea lo incitó más allá de la razón. Jolie ladeó la cabeza hacia un lado, la luz del reconocimiento llenó sus ojos. —Tú... tú estabas en la lucha. En Angers. La otra noche. Yo te vi —prácticamente podía oír sus pensamientos tratando de darle sentido de sus palabras. —Tengo un asunto con el ángel —sonrió él, débilmente, y a su pesar. —¿Con quién? La sonrisa de Chauncey se hizo más profunda. —¿No te lo dijo? —¿Decirme qué? —se irritó ella. —Tu amante no es un hombre. Es más como un animal, diría yo —el primer atisbo de recelo se asomó en su rostro—. Es uno de los ángeles desterrados. Así es, amor. Un ángel. ¿No me crees? Échale un vistazo a su espalda. Las cicatrices de sus alas —estaba disfrutando de aquello. —Él me dijo… que fue azotado —Chauncey echó la cabeza hacia atrás y rió. Ella estaba de rodillas. Apretó los puños de las manos—. ¡Me dijo que ocurrió mientras estaba en el ejército! —¿Hizo eso? —preguntó él, y luego salió de la mazmorra. Él había plantado una semilla. El ángel no se encontraría con su novia tan ignorante en su próxima reunión. Si es que ella estaba de acuerdo en volver a reunirse con él, después de todo. Cerró la dura puerta, bloqueándola con una barra de hierro. La escuchó golpear y gritar obscenidades del otro lado. Oyó la bandeja de la comida dar de lleno contra la puerta, mientras ella gruñía. Ahora tendría que dejar el hilo intacto para que Elyce pudiera ofrecerle una segunda bandeja. Tanteó a ciegas por el hilo, para hallar la salida. Cada paso se sentía más pesado, y cada respiración le tomaba más trabajo. El Jeshvan. La medianoche estaba demasiado cerca. Sintió que se hacía eco en todos sus tendones, y redobló sus esfuerzos para caminar más rápidamente, por temor a lo que podía suceder si no llegaba al cementerio a tiempo. *** La lluvia crepitaba en el oscuro campo alrededor del Castillo de Langeais, pero Chauncey cruzó el patio de los establos, inconsciente del barro que se pegaba a sus botas. No llevaba sombrero, su pelo húmedo y despeinado le azotaba el rostro. Él sabía sin dudas que sus ojos reflejaban el ennegrecido cielo que tenía por encima. Se agachó bajo el techo de los establos, respirando de forma irregular. Podía sentir el Jeshvan sobre él, aplastándolo. Podía sentir el control de su cuerpo desaparecer. Tenía que cumplir con el ángel a la medianoche, o el dolor sería insoportable. Parte de su juramento consistía en poder convertir su cuerpo libremente. El primer año, Chauncey había ido a reunirse con el ángel, sin tener idea de lo que estaba en juego