...Y el Marqués del Sol, entregando a Luis un par de zapatos de hierro, se
marchó, llevándose su alma.
A partir de aquel día, Luis se sentía extraordinariamente desgraciado. Ni
experimentaba alegría, ni tristeza; todo le era indiferente. Por fin, se calzó
los zapatos de hierro y se dispuso a recobrar su alma. Un amigo le prestó
algún dinero y nuestro joven jugador emprendió la marcha.
Desgraciadamente no sabía qué rumbo seguir, pues no sabía del Marqués
del Sol más que este título, que podía ser falso.
Anduvo días, semanas, meses, años, sin encontrar a nadie que pudiera
decirle dónde vivía el misterioso Marqués del Sol. Recorrió toda España,
desde Córdoba a Barcelona y desde Murcia a Santiago.
Y los zapatos de hierro se iban desgastando poco a poco.
Una noche que llegó a un pueblo desconocido vio, muchas personas que
gritaban y gesticulaban ante una pequeña posada. Preguntó el motivo de
aquel alboroto y el posadero le respondió:
– Se trata, señor, de que un viajero que me debía más de ocho días de
estancia ha muerto de repente. Como había contraído algunas deudas en
el pueblo, sus acreedores están disputando como locos, pues su equipaje
no vale ni tres reales. ¿Qué haré yo ahora con el cadáver? No soy lo
bastante rico para pagar el ataúd y el entierro de un forastero, que ojalá
hubiese ido a terminar sus días en otra parte.
Luis entregó su bolsa al posadero y le dijo:
– Pague usted con eso las deudas de este desgraciado y con lo que quede,
que le hagan un buen entierro, a fin de que su alma pueda descansar en
paz.
– Que Dios se lo pague, señor – respondió el posadero. – Puede usted estar
seguro de que todo se hará como usted ha dispuesto.
Luis no comió aquel día, porque había dado al posadero hasta el último
céntimo que poseía. Continuó su camino y no tardó en darse cuenta de
que uno de los zapatos de hierro acababa de romperse.
Llegada la noche, un caballero, jinete en un soberbio caballo negro, y
envuelto en luenga capa, apareció de repente ante el viajero.
– Luis – dijo el desconocido, – soy el alma del forastero cuyas deudas y
sepelio has pagado hoy. Has liberado mi alma y quiero pagarte el favor que
me has hecho. Continúa andando hasta que encuentres un río; entonces,
escóndete entre los sauces que crecen a sus orillas y aguarda. Aparecerán
tres pájaros blancos que dejarán caer sus mantos de plumas y se
convertirán en tres preciosas doncellas. Apodérate entonces del manto de
una de ellas y no se lo devuelvas hasta que te diga lo que deseas saber.
Desapareció el caballero en la noche.
Luis no había querido dirigir la palabra a aquella alma en pena, pero se
dispuso a seguir su consejo y anduvo tanto y tan a prisa, que llegó antes
del alba a orillas del río anunciado.
En aquel instante se le rompió el segundo zapato, pero el joven, agotado de
fatiga, ni siquiera pensó en alegrarse, sino que se escondió, entre los
sauces y se quedó dormido.
Cuando despertó, el sol naciente empurpuraba el río y en el cielo rosado
tres enormes pájaros blancos volaban pausadamente. Aproximáronse poco
a poco al río donde nuestro héroe se hallaba escondido y vinieron a
posarse tan cerca de él que sintió el viento de sus alas.
Casi al mismo tiempo las tres aves dejaron caer sus plumas y se
convirtieron en tres doncellas de peregrina hermosura, que se lanzaron al
agua entre gritos y risas, y se alejaron nadando.
El joven salió entonces de su escondrijo y se apoderó de una de las capas
de plumas.
En aquel momento, las tres nadadoras lo vieron y vinieron
apresuradamente hacia la orilla; pero Luis ya se había escondido de
nuevo. Dos de las muchachas se convirtieron precipitadamente en aves y
salieron volando más que deprisa, pero la tercera, sentada en la arena,
lloraba amargamente.
Salió Luis, por segunda vez de su escondrijo y ella, al ver que él tenía en
las manos su manto de plumas, suplicó llorosa:
– Señor, devuélvame eso. Sin el manto no podría volver al castillo de mi
padre.
– Te lo devolveré, bella ninfa, si me dices dónde se halla el Marqués del Sol.
– Que Dios no permita que lo encuentre usted jamás en su camino,
caballero. En cuanto a mí, me está prohibido revelar su morada.
– Entonces no te devolveré el manto.
– Señor, el Marqués del Sol es mi padre y nos ha hecho jurar a todas que
jamás le traicionaremos.
Luis reflexionó un instante y dijo:
– Está bien. Permíteme entonces que te siga y te devolveré tus plumas. De
este modo, tú no habrás faltado a tu juramento, ya que sólo prometiste no
revelar su domicilio… Así, toda la responsabilidad será mía.
Consintió la muchacha y cuando Luis le devolvió las plumas, se trocó de
nuevo en ave y empezó a volar lentamente, de modo que el joven pudo
seguirla con facilidad.
Tardaron todo un día en llegar a un castillo cuyos formidables muros se
elevaban al pie de una montaña enorme. En aquel momento desapareció
de repente la blanca ave y Luis se encontró solo ante la entrada de la
fortaleza.
Entró y, cuando, en medio de un patio de colosales dimensiones, titubeaba
sobre el camino a seguir, vio venir hacia él a su compañero de juego de
otro tiempo.
– ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? – preguntóle el Marqués del Sol.
– He venido andando; los zapatos de hierro ya los he gastado y vengo a
pedirle que me devuelva mi alma.
– Se la daré mañana – respondió el hechicero, pues habéis de saber que el
Marqués de mi cuento no era otra cosa. – Esta noche repose usted, que
estará bastante fatigado del viaje.
Al día siguiente, Luis recordó a su anfitrión la promesa que le había hecho.
– No puedo devolverle su alma hasta tanto que no haya aplanado esta
montaña que me oculta la luz del día.
Luis salió del castillo. La montaña era tan alta que mil hombres, en mil
años, habrían estado trabajando noche y día sin conseguir nivelarla con el
suelo.
CONTINUARÁ