viernes, 7 de octubre de 2011

EL CHE

...Este hombre de 62 años, amable y conversador, recuerda que cuando llegaron “los cubanos” tenía 21 años, y como muchos otros hombres del pueblo, observó escondido en su casa a los guerrilleros. Al día siguiente, la versión cambia: el Che lo había reconocido y habían intercambiado algunas palabras. Pero don Manuel, no obstante, está muy seguro de algo: “En vivo también lo vi una vez. Estaban celebrando un 8 de octubre, el día de su muerte, y me fui detrás de la piedra grande”, en clara referencia al busto del Che. “Vi solo la mitad de su cuerpo en la tierra húmeda. Le hablaba, pero él no podía responderme. Le dije que hiciera crecer su bigote y comenzó a estirarse hasta alcanzar sus oídos. Luego le pregunté si estaba contento con la celebración y abrió sus ojos señalando que así era”. ¿Mucha chicha? No, Manuel Cortez asegura que no tomó una gota de alcohol esa tarde. “Sacrificó mucho por el campo. Por eso decimos que Dios le ha dado lugar, y ahora tiene poder. El Che sufrió mucho, como Jesucristo en la cruz”, sentencia Manuel. Su castellano áspero es como el de todos sus vecinos, un idioma heredado y con pocas posibilidades de estudio en un pueblo pobre y remoto. El Che trasciende después de su muerte, atravesando las fronteras de la política y adentrándose en la mística popular, debido, en parte, a las trágicas condiciones de su muerte. “Esa almita es milagrosa, porque ha muerto con sus ojitos abiertos”, explica Adelina, en su turno de guía comunitaria. Asegura que a ella también le ha “cumplido” cuando ha necesitado protección a la hora de emprender un viaje. Y mirando hacia el cielo, ella repite: “Usted que siempre ha sabido andar por aquí y por allí, cuídeme, que me vaya bien por donde yo vaya”.

La tienda Estrella Roja es de adobe como todas las viviendas del pueblo. Allí se pueden encontrar algunas latas de sardinas o de atún, refrescos y agua mineral para los turistas. Lo primero que salta a la vista en la decoración es, entre carteles publicitarios de esbeltas mujeres rubias bebiendo cerveza Paceña, un póster del mismísimo Che sonriente con un puro entre los dientes. A un lado, más pequeña, está enmarcada la fotografía de su cuerpo sin vida en la lavandería. Esta inquietante imagen se encuentra en casi todas las casas de La Higuera. También en el albergue, algo que no ayuda mucho a conciliar el sueño en esas frías habitaciones sin electricidad.

Doña Irma Rosado, propietaria de la tienda, lleva un sombrero de fieltro, tradición de la zona que ayuda a protegerse de las bajas temperaturas y al mismo tiempo del sol que apremia al mediodía. Bajo él surge una larga trenza que recoge su cabello negro. Apenas unas pocas canas acarician sus sienes después de 62 años de vida. Su tez es morena, dorada por el sol. “Cuando llegó la guerrilla tenía 21 años”.

La doña vio toda la historia que se puede ver detrás de unas rendijas. “Estábamos escondidos, con miedo de esa gente barbuda y melenuda”, recuerda. “En ese tiempo no se podía hablar, todo era delicado y te podían llevar preso. Hasta después de cuatro o cinco años nadie podía dar una información, ¡Ni cuando le ofrecieran dólares! Venía gente de todas partes del mundo, daban ¡hasta 100 dólares!”. También ella cree en la “almita poderosa” del Che. “Tengo muchísima fe en él. Porque cuando hartas veces se ponía mal mi esposo, siempre llegaba una persona con un coche y nos llevaban al médico, ¡a veces hasta nos llevaban gratis! El turismo me ha ayudado mucho. Por eso, cuando me veo apretada, primero le pido a Diosito y después a él”.

Existe un sinfín de historias sin contar del Che y el camino es largo. Los lugareños de La Higuera, para matar el tiempo, comentan temas locales. Fredy, uno de los taxistas que hacen la ruta de Vallegrande a La Higuera, habla del presidente boliviano. “Yo voté a mi amigo Evo. Tiene la mentalidad del Che Guevara”. A continuación, encarnando al Che, dice: “Lo que no pude hacer yo, que lo haga Evo”. Fredy confiesa no haber pedido nunca ningún deseo al almita del Che, pero propone al turista alemán que le acompaña hacer la prueba juntos: “Que lleguemos bien a La Higuera”, dice el conductor. A las dos horas y media, el taxi llega al pueblito, y Adelina repite como a diario: “Bienvenidos a La Higuera del Che”.

www.elpais.com