El Marqués del Sol había franqueado la montaña. Su caballo blanco
ganaba terreno a ojos vistas.
La muchacha arrojó entonces al suelo su velo gris y gritó:
– ¡Conviértete en nube y ocúltanos! Inmediatamente una nube espesa
ocultó a los fugitivos de la vista del hechicero, pero no tardó el viento en
dispersarla y prosiguió la persecución.
El río estaba lejos todavía.
Al atravesar un bosque, el caballo negro tropezó y cayó al suelo. Luis y
Blancaflor habían saltado de la silla, pero cuando levantaron al caballo
vieron que apenas podía sostenerse. La joven murmuró algunas palabras;
en el acto el caballo se convirtió en un nogal y los fugitivos en nueces
verdes.
Sucedió todo oportunamente, pues el hechicero pasaba un segundo más
tarde muy cerca del árbol a pleno galope. Poco después, volvía sobre sus
pasos, dándose cuenta de que había perdido la pista de los fugitivos.
Estos, cuando lo vieron bastante lejos, recobraron su forma natural y
continuaron la huida a pie. Ya se hallaban muy cerca del río cuando
oyeron de nuevo, el galope formidable del caballo blanco, tan cerca de
ellos, que la muchacha no tuvo tiempo esta vez de recurrir a sus artes
mágicas.
Espantada, se vio perdida, así como su novio, y lloró. Sus lágrimas se
convirtieron en un río que creció y creció, entendiéndose entre ellos y el
hechicero, que se habría ahogado si el caballo blanco, apoyando las patas
delanteras en el suelo, no se hubiese detenido en seco arrojándolo por
encima de las orejas.
– ¡Te escapas de mis manos, maldita! – rugió colérico – ¡Pero las artes
mágicas que te enseñé y el poder que te conferí no te servirán de nada en
lo sucesivo! Desde ahora en adelante serás una mujer como las demás y tu
novio se olvidará de ti en cuanto bese a otra persona.
– ¡Oh, Luis! – exclamó, Blancaflor – ¡Por seguirte he abandonado a mi
padre, a mis hermanas, al castillo donde tan feliz vivía y la omnipotencia
de mis artes mágicas! ¿Me olvidarás, como ha predicho mi padre?
Luis, por toda respuesta, le dio un beso.
Cuando hubieron llegado a poca distancia del pueblo, tuvieron que
detenerse agotados por la fatiga. Luis, con gran trabajo, condujo a la joven
a un bosque de olivos y le dijo que descansara mientras él iba a buscar un
caballo a Córdoba.
– No tardaré – añadió.
Dos horas más tarde, el joven se hallaba en Córdoba y se dirigió a un hotel
donde sabía que encontraría caballos.
Una anciana que le vio pasar, gritó, alborozada:
– ¡Santo Dios! ¡Si es Luisito!
Se arrojó al cuello del joven y le besó efusivamente en las mejillas. Luis
recordó con placer en aquella anciana a una antigua criada que había
tenido muchos años en su casa. Besóla a su vez y le pidió noticias de sus
familiares.
– ¡Todos están bien! ¡Todos están bien! ¿Y tú, hijo mío? Todas te dábamos
por muerto; es decir, todos no; yo sabía que volverías tarde o temprano,
pues le había ofrecido un cirio a San Antonio si volvía a verte… ¡Y me ha
hecho caso! ¿A dónde te dirigías con tanta prisa, muchacho?
– ¿A dónde iba? Pues, no lo sé.
– ¿Te burlas? ¿Vas a decirme también que no sabes de dónde vienes?
– ¿De dónde vengo? Pues, tampoco lo sé.
– Está bien… Está bien… No me lo digas, si no quieres… Estoy demasiado
contenta de volver a verte para enfadarme por tus bromas.
Luis fue a pasearse por la ciudad. Encontró a muchos de sus antiguos
amigos y se enteró de que un tío suyo, extraordinariamente rico, había
fallecido durante su ausencia, nombrándole heredero universal.
Entró en posesión de su inesperada fortuna y empezó a hacer la misma
vida de siempre.
La maldición del hechicero se había realizado. Luis había olvidado a
Blancaflor.
Ya hacía un año que estaba Luis de regreso cuando encontró en un rincón
de la casa un paquetito que se acordó de haber dejado allí el día en que
volvió a Córdoba rendido de fatiga.
Deshizo el paquete y apareció ante sus ojos un maravilloso tejido de
plumas blancas, ligeras y suaves como las de un pájaro.
– ¿Dónde he visto yo antes este manto? – exclamó contemplándolo con aire
pensativo.
CONTINUARÁ...