domingo, 7 de agosto de 2016

LOS CALABOZOS DE LANGEAIS - Capítulo dos


- CONTINUACIÓN... ... raído y, alternativamente, se inclinó y se escabulló hacia atrás, tropezando con sus pies como si estuviera frente a un monstruo, no frente aun hombre. Chauncey lo miró, frunciendo el ceño un poco. Trató de recordar el tiempo que el cochero había estado a su servicio, y si habría descubierto el obvio y doloroso hecho de que, con cada año que pasaba, Chauncey no parecía envejecer. Él le había jurado lealtad al ángel a los dieciocho años, congelándose en esa edad para el resto de la eternidad. Pero mientras sus modales, lenguaje, y vestimenta lo hicieran parecer un poco mayor, podría resolverlo. Hasta podía ser confundido con un muchacho de veinticinco años, pero ese era el límite. Se hizo una nota mental para no olvidar despedir al cochero en año nuevo. Luego, dando manotazos a los penachos de polvo levantado por los caballos, cojeó a través de las losas de piedra hasta llegar al castillo. Le dio a la enorme fortaleza un apreciativo repaso. Ninguna tentación terrenal podía verse tan atractiva como ésta lo hizo en ese momento. Pero no podía relajarse todavía. No tenía ningún deseo de pasar la noche atormentado por el conocimiento de que, en poco más de veinticuatro horas, todo volvería a empezar. La horrible y desesperante sensación de perder el control de su cuerpo y de verlo caer en las manos del ángel, lo invadió. No, antes de dormir, tenía que pensar cuidadosamente toda la información que había reunido en aquel último viaje a Angers. *** Luego de asearse, vendarse y vestirse, Chauncey se acomodó en la silla detrás de su escritorio en la biblioteca, e inclinó su cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, llenándose de aquella sensación de quietud. Hizo un gesto a ciegas para Boswell, quien estaba parado en la puerta, para que le trajera una botella de la bodega. —¿Algún año en particular, Su Alteza? —1565 —pidió, por amor a la ironía, amasando ambos puños contra sus ojos. Había pasado 200 años deseando poder volver hacia atrás en el tiempo hasta ese año y alterar las últimas horas de la noche. Podía recordar los detalles más finos. El golpeteo de la lluvia, frío e implacable. El olor de moho, el pino, y el hielo. Las lápidas húmedas color pizarra que sobresalían como dientes torcidos de la tierra. El ángel. La alarmante pérdida que había sentido al darse cuenta de que no podía ordenarle a sus propios pies que corrieran. El caliente e invisible hierro golpeando todos los rincones de su cuerpo. Incluso su propia mente racional se había vuelto contra él, haciéndole creer que el dolor era real, sin sospechar que era simplemente uno de los trucos mentales del ángel. —Tu juramento de fidelidad —había dicho el ángel—. Dilo. Chauncey no quería recordar lo que sucedió después. Dejó escapar un gemido. Había sido un tonto. No había entendido el significado de lo que se le había exigido dar. El ángel lo había engañado, torturado, cegado, y le había quitado la voluntad de hablar por sí mismo. Chauncey había dado su voto para acabar con un dolor fantasma. Unas pocas palabras habían demostrado ser su perdición: Señor, me convierto en su hombre. Se incorporó y arrojó su brazo sobre el escritorio, enviando algunas botellas de tinta y un pisapapeles de cristal al suelo. —¡Maldito sea! —hubo un cambio en las sombras a lo largo de la pared del fondo. El cuerpo de Chauncey se tensó— ¿Quién anda ahí? —exigió, con la voz ronca de rabia. Esperó a que alguno de sus criados farfullara una disculpa, pero en vez de eso, una femenina y brillante voz habló. —¿De vuelta en la ciudad, Chauncey? ¿Y no pensabas hacerme una visita? Chauncey sopló profundamente por la nariz y cuadró los hombros. Trató callar, pensando que debió haberlo sabido, pero las palabras se le escaparon de la boca. —Tendrías que haberme avisado que vendrías —dijo más sosegadamente—. Me gustaría haberle pedido a Boswell una copa extra de vino. —No he venido aquí a tomar. Entonces, ¿qué? , pensó. —¿Cómo entraste? ¿Boswell? —preguntó, aunque le costaba creer que su mayordomo hubiera dejado entrar a una mujer extraña dentro de su biblioteca personal, sin acompañante. No si valoraba su trabajo. —Mi llave. Demonios, volvió a pensar, pasándose las manos por la cara. Trató de sentarse de nuevo, pero un fuerte dolor en su pierna cortada le impidió moverse. —No tendría que haber vuelto nunca, ¿verdad? —dijo por fin, descubriendo lamentable que Elyce no se encontraba entre las cosas sobre las cuales su memoria podría haberle fallado esa noche. Se habían conocido en un hotel de paso. Ella era una bailarina, la criatura más exótica y venenosa que había visto jamás. No podría haber tenido más de diecisiete años, lo que le llevó a creer que era una fugitiva. Él la había envuelto con su capa y la había llevado de regreso a su casa con menos de una docena de palabras de introducción entre ellos. Se había quedado en el castillo... ¿cuánto? ¿Ocho semanas? Hasta que su relación terminó abruptamente. Elyce lo había vuelto a visitar con frecuencia en las semanas siguientes a su separación, exigiendo el pago de algo (un vestido que ella insistió en que había dejado y que él nunca había regresado, el reembolso de los carros que habían trasladado sus pertenencias del castillo, y, finalmente, sólo él por qué). Chauncey sólo le había dado el gusto, encontrando secretamente cierto placer en su excitante compañía. Finalmente, ella había desaparecido por completo, y él no había vuelto a verla en dos años. Hasta ahora. Cogió el pisapapeles de cristal del suelo y lo estudió con una expresión aburrida. —Necesito dinero. Él bufó divertido. Nunca se equivocaba, en particular sobre ese punto. Ella le deslizó una mirada. —Quiero el doble que la última vez. —¿Él doble? —se echó a reír— ¡Por Dios! ¿Qué haces con todo eso? —¿Cuándo podré esperarlo? —Chauncey se encogió de hombros, mientras caminaba alrededor de la mesa para apagar una de las lámparas que le estaba causando dolor de cabeza. —Si hubieras sido tan exigente cuando estábamos juntos, tal vez te habría respetado más. CONTINUARÁ...

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