miércoles, 22 de octubre de 2014

José Hernández y «Martín Fierro» en la perspectiva del tiempo1 Ángel J. Battistessa


José Hernández y «Martín Fierro» en la perspectiva del tiempo1 Ángel J. Battistessa Agradezco a la Academia Argentina de Letras la honrosa oportunidad de traer a este recinto, que luce auspiciosamente colmado, las palabras que siguen, modesto pero sincero homenaje en ocasión de un fasto tan significativo para los argentinos. Empecemos por no desaforarnos en el orden -en el desorden, mejor dicho- de la loa empinada y fácil. La crítica en alguna medida válida sólo acierta a desenvolverse según este doble criterio: el de la simpatía y el de la veracidad. El de la simpatía nos allega a los textos en actitud receptora; el de la veracidad nos impone el hábito de las verificaciones objetivas. Por suerte, hoy, a nadie le toca descubrir el Martín Fierro, lo cual no quiere decir que cuanto acerca del mismo poema se ha escrito o se escribe deba sernos impuesto como la Ley y los Profetas. Más allá de la crítica desatentadamente encomiástica, o de los reparos fuera de foco, al cabo de cien años el relato de Hernández puede y debe ser sometido a una revisión o, en términos más precisos, a una verificación de conjunto. A la larga, los árboles impiden ver el bosque. El bosque, en este caso, es la poco ventilada hojarasca de la bibliografía ocasional; es también, si se extrema el análisis, cierta porción de la bibliografía atendible. A riesgo de que el consejo suene a impertinencia, la celebración más oportuna nos parece la relectura del poema: una lectura, si se prefiere, puesta en contraste con los tópicos más difundidos en el transcurso del lapso centenario. Por mi parte, ahora sin oportunidad para más, me permito reiterar, siquiera fragmentariamente, lo que ya queda asentado en otro sitio: en la extensa biografía espiritual de Hernández, casi un libro, que nuestro siempre tan recordado don Rafael Alberto Arrieta alcanzó a encomendarme para uno de los volúmenes de su Historia de la literatura argentina; en la edición crítica, anotada y comentada del poema, ya difundida con varias ediciones; en el trabajo monográfico y las notas y apostillas acerca de las usualmente llamadas -aunque no siempre bien llamadas- lengua y literatura «gauchescas». Cuando una obra es valiosa estas revisiones, cordiales pero no ditirámbicas, en nada pueden perjudicarla. Seguramente alcanzan a beneficiarla, y mucho. Estas revisiones, verificaciones cual queda dicho, concluyen por facilitar una apreciación menos interferida por los prejuicios extraliterarios o las aseveraciones tenazmente repercutidas por la pereza de los repetidores de oficio. Insisto pues en puntos de vista ya anotados en varios lugares y expuestos oralmente en otras ocasiones. No se trata de imponer vistosas novedades, y sí, tan sólo, atenuar la morosidad de esa pereza. En nuestro medio importa ejercer una pauta metódica bastante olvidada o aquí poco practicada desde antaño: la de que cada lector, en vez de atenerse sumisamente al previo patrón sancionado por los críticos, no deje de verificar por sí mismo si lo que en las cátedras y en los libros académicos se dice que hay en tal autor o en tal obra existe realmente o no existe. Entre otros, supieron proponérnoslo, en buen punto, el sistemático Benedetto Croce, el persuasivo T. S. Eliot, y aun Azorín, el «impresionista». Importa no olvidar, de camino, las ventajas con las que se benefician, pero también los riesgos con los que de algún modo terminan por perjudicarse las obras literarias cuando después de un cierto lapso entran en el ámbito de la escolaridad. La bibliografía en torno a Hernández y su poema es ingente, prácticamente inabarcable. Como es sobremanera iterativa, sin grave ofensa para la justicia, una selección es posible, casi podría decirse saludable. Parte grande de esa bibliografía repite, en particular en el orden de la enseñanza, y en el difuso de la opinión corriente, conceptos no siempre acertados. Proceden estos, con alguna frecuencia, de escritores estimables en otros registros pero pasibles de reparo en lo que atañe a sus apreciaciones en torno al recio poema. A maestros tan notorios como Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, y a comentaristas que menciono muy luego, debemos acertos y aseveraciones poco sostenibles. Conste que no se trata de oponer pareceres a pareceres. Lo que en cada caso se afirma debe ir respaldado en el texto y luego en la documentación coetánea, a la verdad poco manejada por nuestros críticos. Reconozcamos que aun cuando la información histórica no es sumaria, el juicio ha solido amenguarse por lo endeble de la fundamentación estética. Pero lo peor no es eso. El juicio se malea, o cuando menos se aproxima a rozar lo arbitrario, cada vez que lo que en verdad importa -el poema- concluye por perder roda resonancia propiamente poética. No se niega la generosidad y la nobleza del alegato pro-gaucho que Hernández incluyó en sus versos; lo que se deplora -lo que debe deplorarse- es la baraúnda de los rumores sobrepuestos, los encomios adventicios: sobre los distingos profesorales, la ocasional cháchara efusiva, las interferencias políticas, el amaño partidista y las reivindicaciones demagógicas, aquí consabidas en diversos tramos de la actividad ciudadana. Si se la cumple al margen de todo afán polémico, por ahora la revisión propuesta puede limitarse a unos pocos de los comentaristas fallecidos. En gracia a la brevedad, es evidente que estos párrafos, suelta y hasta apresuradamente conversados, no pueden demorarse en la ostentosa referencia erudita. Para respaldo de lo que aquí se dice, me place remitir al oyente a las páginas hernandianas aludidas. Siempre me pareció sospechoso ocuparse de un autor porque así se lo piden a uno, o bien, simplemente, porque el almanaque acierta a recordarnos una efeméride ilustre. Partamos pues de la visión más corriente que en este ámbito suele tenerse de nuestro autor y su obra. Fue Hernández -se asevera- un payador, un cantor espontáneo y resueltamente popular. Martín Fierro, por su parte, configura un poema verbalmente plasmado en la llamada lengua gauchesca; un resuelto alegato en favor del gaucho, entonces acosado, disminuido y diezmado por los mandones de la política, y también, sobre todo desde los promedios del siglo XIX, por la gente europeizante atenta a otras formas de vida. Esto aparte -a estar a las apreciaciones concurrentes- desde un principio el poema consiguió obtener una vasta, unánime repercusión popular en medio del poco aprecio e incluso de la indiferencia de los señorones bienhadados y de los intelectuales de pluma urbana. Cierto que la justicia se hizo -se dice-, pero bastante más tarde. Según esto, la fama del poema y su acceso a la categoría de gesta nacional hubo de demorarse hasta el año 1913. Leopoldo Lugones, sobre esa fecha, pronunció las muy celebradas conferencias del teatro Odeón, luego amplificadas en 1916 y recogidas en su compacto volumen El payador. Eco de esas conferencias, que según la opinión todavía corriente no tardaron en confirmar el brillante panegírico de Lugones, fue el que se apuró a recoger, sobre la primera fecha indicada, la de 1913, la revista Nosotros. A poco andar, en 1917, algo así como en la estela de esos anticipos, la misma consagración universitaria no le fue negada al poema, esta vez gracias a los buenos oficios de Ricardo Rojas en su Historia de la literatura argentina, especialmente en el tomo de «Los gauchescos». Creo haber mostrado en otro sitio -y ahora sólo me queda el inevitable recurso de repetirlo- en qué medida los juicios recordados, en el enlace de algunos plausibles y hasta admirables, cuando no inexactos son sumarios y en el mejor de los casos simplificadores. De momento soslayemos la encuesta, que merece párrafo aparte. No cabe duda que, cada uno en su registro, Lugones y Rojas han sido los que en mayor medida han diseñado lo que todavía hoy suele ser la imagen más corriente de Hernández y Martín Fierro: aquél, un payador o cantor espontáneo; éste, un poema en lengua popular en cuyas estrofas culmina el género «gauchesco». Entre los lugares comunes mayormente difundidos y desaprensivamente frecuentados figuran asimismo estos otros: Martín Fierro es un poema épico en la más ceñida acepción del termino, y, desde luego, aparte el alegato siempre pronto para ser proferido contra los mandones y los prepotentes, el paradigma absoluto de «lo argentino» en el orden de la conducía y en el de la expresión poética. Ni tanto ni tan poco. Tales asertos, unos son valederos pero sólo en parte; otros, que acaso lo fueron en su día, han perdido entidad, víctimas también ellos de la mudanza de las cosas, mudanza a veces lenta pero a la larga indefectible. Fugit irreparabile tempus... ¿Qué menos que en nuestro país, en estos pagos hasta ayer geórgicos, hernandianos, cobre ahora perceptible fuerza, melancólica fuerza, esa dolida aserción del clásico latino? A cien años de distancia, presumiblemente con madurez y reposo de juicio, está visto que la propuesta verificación objetiva mal puede parecer inoportuna. Pocas consiguen ser las fuerzas personales, particularmente en el presente caso, pero asimismo, puestos ya en la alternativa, ¿qué menos que beneficiarnos con lo que Renan gustaba llamar «la ventaja de haber llegado último»? Por de contado que aun en estas revisiones lo honesto estriba en partir de lo que otros han anticipado en proporción grande o pequeña. Eleuterio Tiscornia, en Apéndice a alguna de sus ediciones del poema intentó ya, si no una revisión, un escueto inventario de algunos de los escritos anteriores a la labor que a él pudo alcanzarle en suerte en esa marcha, loable cuando es ininterrumpida, en el rumbo de estos estudios. Justo es recordarlo, y cabe avanzar un poco. Como no sea en el día primero, cuando la Creación aún no necesitaba la pauta orientadora del camino, siempre algún baqueano estará precediéndonos en la huella, la huella bien o mal trazada por quienes de primera intención se vieron en la necesidad de intentar un rumbo. Agradezcamos, aceptemos y rectifiquemos: rectificar, en última instancia, es también un modo de agradecer, una forma de bonificar y aun de capitalizar debidamente lo recibido. También a la erudición no le caen mal algunos «blanqueos» periódicos. Reconocido este punto de partida a manera de intento de revisión crítica y no de simple señalamiento bibliográfico vengamos a lo que importa. En un principio, con excepción de alguna nota reticente o antagónica, como la de Juan Antonio Argerich en su América literaria, hasta la hora de la entusiasta resonancia extracontinental, en 1894, en estas comarcas las efusiones elogiosas, ya que no los estudios monográficos, no le faltaron al poema: ello en las cartas amistosas, ello en los comentarios periodísticos. Algunos han sido mencionados y hasta transcriptos por el propio Hernández en las primeras y volanderas ediciones de su relato. Así se contradice el tópico, todavía tercamente repetido, de que el poema sólo tuvo entera acogida entre las gentecillas iletradas. El trasfondo demagógico es ostensible, pero pasemos. Los artículos de Miguel de Unamuno, especialmente el notable de 1894 y el de 1899, a despecho de lo profuso de algunas de sus aserciones son valiosísimos. Pero una rectificación se impone. Estos artículos distan mucho de ser los primeros (salvo que sólo se piense en los de afuera) en que el poema de Hernández alcanzó a ser propuesto a los cultos con decidida exaltación de sus méritos esenciales. Juicios equivalentes se habían producido ya en nuestro medio. Por lo pronto, aparte las epístolas cordiales y las noticias periodísticas, en los discursos pronunciados en 1886, sobre la fecha del tránsito mortal del propio Hernández. En uno de los estudios a que antes hice referencia, va para varios años que, en La Prensa, La Nación y El Diario, tuve oportunidad de recoger los artículos resueltamente consagratorios con que en esas páginas y frente al gran público quedaban destacados, por lo que toca a Hernández y a su obra, merecimientos que se supone reconocidos en una etapa crítica más tardía, la de 1913, la de 1916 o la de 1917. Puesto que lo llevo recogido en otro sitio no tengo porqué repetir aquí el juicio que al general Mansilla y a otros calificados coetáneos del mismo Hernández merecían va en ese entonces el poeta y su relato. Tampoco debo insistir sobre los juicios de Unamuno. De ello me he ocupado en oportunidades diversas: en varias disertaciones y en la biografía del poeta. En fecha reciente también en un artículo solicitado con ocasión del centenario, ahora en vísperas de aparecer como supongo. Lo propio puede añadirse por lo que se refiere al juicio, menos abarcador pero parejamente ilustre, de Marcelino Menéndcz Pelayo en su Antología de poetas hispanoamericanos o si se prefiere en su Historia de la literatura hispanoamericana, según el título ulterior de esa obra. En las páginas del maestro santanderino se recapitula, en un cabo y en otro -así lo tengo dicho-, la entera trayectoria de nuestra literatura campera en el siglo XIX. ¡Qué justo, ese casi apotegma de don Marcelino! Bella síntesis la que el polígrafo aprieta en esta frase: «Lo que pálidamente intentó Echeverría en La Cautiva, lo realizó con viril y sana rudeza el autor de Martín Fierro En el caso de Martiniano Leguizamón, según ocurre en su De cepa criolla, quizá importa destacar una vez más en qué medida este autor se adelantó en algunos años, en 1909, a la presunta consagración, años más tarde puesta bajo el padrinazgo de Lugones y de Rojas, en lo que se refiere a la proclamación del mismo Martín Fierro en su levantada excelencia de «poema nacional de los argentinos». Saltemos ahora al ya mentado 1913. El tiempo, como el espacio, suele tener sus oquedades, por lo que no debe extrañarnos si alguna resonancia concluye por llegarnos atenuada o lo que es peor confusa. Esto acaece con el contenido de la encuesta de la revista Nosotros. En no pocas partes todavía se lee que esa encuesta, que por lo demás tuvo otros méritos, comportó algo así, casi a coro con las conferencias de Lugones, poco menos que un redescubrimiento del poema. El juicio pierde rotundidad luego que se verifican las paginas de la encuesta, en lo presente sin duda más mencionada que leída. Al contrario de lo que había ocurrido en la etapa primera de la difusión de Martín Fierro, la mayoría de los interrogados asume una actitud desaprensiva y hasta menoscabadora. No falta opinante que ahí reniega de los méritos todos del poema, en términos tan destemplados que hoy se los rechazaría con voz unánime y a buen seguro patrióticamente escandalizada. En esta reticencia valorativa, poco menos que los once correspondientes asumieron una entonación coincidente. Alguno -un grave profesor de la Universidad de Buenos Aires, consejero y académico (¡por dicha no académico de nuestra Casa, que entonces no existía!)- creyó oportuno repararse tras el seudónimo de «Maestro Palmeta». Alejandro Korn, por su parte, rubricó una afirmación tan tajante como esta: «Lugones no ha hecho obra buena al evocar el poema anacrónico de Martín Fierro que hasta la fecha era el secreto de unos pocos y ahora corre el riego de ser la última novedad». No parece necesario, en consecuencia, insistir sobre el pretendido «redescubrimiento». Y esto no sólo por lo que se refiere a la encuesta sino también a las conferencias que no tardaron en suscitarla para luego ellas mismas explayarse en el volumen de 1916. Me pesa insistir pero todavía se abre la oportunidad de compendiar lo que tengo dicho: «Tampoco El Payador de Lugones, libro desde hace tiempo más celebrado que verificado y sopesado, cumplió con Martín Fierro esa presunta gesta de redescubrimiento. Lo que hizo, según el juego de contradicciones que en esto como en lo demás era connatural a lo suyo, fue exaltar los valores populares y ceñidamente argentinos del relato, para adecuarlo luego, forzadamente, y antes con metáforas brillantes que con razones precisas, a las categorías de la nomenclatura retórica más remota. Recrudeció entonces, hasta hacerse lugar común porfiadísimo, el aserto adelantado por Martiniano Leguizamón, después exagerado y usufructuado por muchos, de que Martín Fierro es un cabal poema épico, con las añejas características del género, e incluso, por añadidura, el poema nacional, nunc et semper, de todos los argentinos...» Las afirmaciones de Lugones y en cierta medida algunas de las de Rojas proceden de los excesos, ciertamente deslumbradores, de un levantado entusiasmo retórico, como igualmente de unos ya en ese entonces -fuera de nuestro ámbito- modos y arbitrios no muy frecuentados por la crítica romántica y positivista. En estudio perspicuo, objetivo, indirectamente lo precisó Federico de Onís, en 1924. Es más; justo es reconocer que con anterioridad a dicho estudio -y antes y después de los trabajos de Lugones y de Rojas- olvidados críticos locales, con atendibles argumentos objetaron esas tesis. muy sumarias aunque halagadoras para la sensibilidad de vastas zonas del público. Pero maticemos y rescatemos lo válido. Hay que reconocer esto: la difusión que Martín Fierro había alcanzado en la primera hora ya a principios de esta centuria no dejó de padecer una mengua sensible. Debe reconocerse, por eso, que la encuesta de Nosotros, y antes y después de ella las aseveraciones de Lugones, y muy luego las de Rojas, aportaron, hacia el año veinte, un necesario fermento para nuevos comentarios. En especial las observaciones contenidas en el tomo primero de la Literatura argentina del propio Rojas contribuyeron no poco a «situar» el poema entre los universitarios y también en el núcleo de los escritores que entonces y después se han sentido ganosos de aclimatar su obra al amparo de una tradición no excesivamente forastera. En conjunto, place destacarlo, todo ello ayudó para que en adelante Martín Fierro se afianzase corno «materia» de obligación, o por lo menos de interés, en el orden de los estudios universitarios, asimismo en el plano de los que aquí llamamos «secundarios», a veces en la acepción sólo despectiva del término, Y dicho sea de paso, a tono con lo que he puntualizado antes de ahora: «...no es pertinente seguir afirmando que la Universidad se mantuvo ignorante o desdeñosa del poema hasta la sonada gesta redescubridora de 1913». Según eso (¡fáciles contraposiciones románticas, extemporáneos arrestos vindicativos!), he ahí a los doctos, parejamente confabulados, con los señorones, para propender a la omisión del poema. Mucho más sencillo aunque pocos lo hacen, parece recordar que hasta 1912 -¡así y todo un año antes de la encuesta!- ni la Universidad de Buenos Aires, ni otra alguna de las pocas que entonces poseía el país, tuvo cátedra de literatura argentina. Puesto que no todo se hace ahora, y también ayer se hizo algo, tal honra le quedó reservada a la Facultad de Filosofía y Letras. En ese entonces, don Rafael Obligado era el decano, y don Ricardo Rojas el profesor titular de la asignatura. Reconocerlo y volver a aplaudirlo es también justicia. Luego de estas etapas, bien se ve que importantes, aunque necesitadas de rectificación, como también se advierte, otros trabajos, sin duda de más corto vuelo pero más prudentes en el riesgoso planeo de las generalizaciones, no tardaron en añadirse a la ya en esas fechas cuantiosa y cada vez menos cernida bibliografía hernandiana. El año 1925 marca lo que en la historia del poema podría llamarse la iniciación del enfrentamiento filológico del texto. En ese año, en efecto, apareció la primera edición crítica de las dos partes del relato, ambas publicadas en volumen conjunto por don Eleuterio Tiscornia con el patrocinio del Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras. En aproximaciones sucesivas, el mismo Tiscornia reajustó esa edición y completó algunos de sus supuestos con interesantes estudios de aclaración biográfica, entre ellos el que alcanzó a recoger en el Boletín de nuestra Academia. Me parece oportuno retomar algunos de los párrafos que por entenderlo de justicia he facilitado, gustosamente, a una publicación colectánea de aparición próxima. En ella, entre otras observaciones del laborioso empeño de Tiscornia, di en destacar lo siguiente: «A poco de aparecer el texto comentado y anotado, en desacuerdo con los juicios comprensivos, el volumen desencadenó, si vale el término, un mal templado artículo de Leopoldo Lugones. Aunque reconocidamente generoso en otros registros, el autor de El payador no era de los que se avienen a admitir competencia en los predios del saber cuya ilusoria propiedad detentan. Su recio temperamento retórico, aquí inigualado, lo ponía en enemistad grave con los quehaceres verificadores y pacatamente metódicos. Por lo demás, como en poesía, también en esto el brillo y el relumbrón solían confundirse. El anotador de textos, figura entonces bastante peregrina en nuestro medio, le incomodaba hasta desentonarlo. A diferencia de Benedetto Croce y otros polígrafos no sospechosos de falta de brío intelectual o de firme capacidad elocutiva, a Lugones no lo tentaba el modesto pero plausible empeño de arrojar luz -en ocasiones inequívoca luz propia, también creadora- sobre la tarea ajena. Se le olvidaba que, aparte las ventajas del servicio, la atinada edición de un texto valioso no cede en mérito a muchos afanes de pluma, frecuentemente más leves, bien que de más festejada y fúlgida apariencia. Al margen de algún nuevo reparo de corte parecido, en el cuadro de las características en que el autor supo limitarse, cabe admitir que la contribución de Tiscornia no dejó ni puede dejar de ser reconocida. Tampoco parece haberle faltado, de añadidura, el homenaje subrepticio aquí tan frecuente: el de quienes sin mencionar el anterior trabajo del prójimo se amañan para aprovecharlo. EI criterio utilizado por Tiscornia se pondera por lo sobrio, casi diríamos por lo honesto. Estas son las etapas del estudio en su disposición última: I. Los manuscritos; II. Los textos; III. La edición; IV. La anotación. Siguen las referencias al léxico y la nómina de las autoridades aducidas. Con ejemplos, la primera parte del poema va acompañada de puntuales referencias sobre los vocablos y los giros. En lo que toca al texto y las notas, también la segunda parte se ofrece tratada con parecido criterio. Nutrido y preciso es el repertorio de voces. Las referencias, en conjunto, provienen de la propia busca: un hábito algo infrecuente en los más de nuestros comentaristas. En medio de tanta gárrula disertación sobrepuesta a los valores propiamente humanos y poéticos del relato de Hernández, después del trabajo de Tiscornia poco queda por hacer en lo que se refiere al texto y a la lengua del relato. Por ello lícito es insistir en que el trabajo recordado guardará por buen tiempo las apuntadas excelencias. Supuesto que todo es perfectible, algo podrá añadirse por vía de complemento. Con prudencia, y como para no enredarse en las usuales disquisiciones del obstinado enfoque sociológico y hasta patriotero, en el deseo de acercar al lector a las palabras de Hernández, en su edición el hermeneuta supo limitarse a la necesaria tarea de asegurar la recta lectura del texto, destacando, de camino, los rasgos de la lengua comúnmente llamada "gauchesca" en que se da compuesto el poema. En el estudio de esa lengua -con sus antecedentes españoles, más sus modalidades americanas y propiamente locales- las noticias de Tiscornia, salvo algún error de detalle, son casi exhaustivas. En cambio, después de su trabajo y de algunos otros también atendibles, el conocimiento cabal del poema aún en esta fecha se encuentra como en cierne. Falta, ostensiblemente, un estudio que dilucide el uso personal que hizo Hernández de esa modalidad expresiva gauchesca. Sin adscribir exageradamente al operativo distingo de Ferdinand de Saussure de Langue (lengua) y Parole (habla), en estos estudios no deja de ser urgente, al menos entre nosotros, capacitarse en el ejercicio de la proposición metódica propugnada por el maestro suizo: vista la determinada manera idiomática recibida por un autor en un momento del tiempo y en un lugar del espacio, definir la modalidad expresiva que el mismo autor acierta a recrear, con acento y coloración propios, con estilo, en la personal o poética reelaboración del caudal elocutivo preexistente. Tiscornia, en su momento mejor que sus antecesores, consiguió adelantar el inventario y efectuar un meritorio estudio de los antecedentes de la "lengua" del Martín Fierro, no menos en las fuentes españolas que en las propiamente criollas y rioplatenses. Claro que cada esfuerzo ha de intentarse a su tiempo. Mucho importa saber cuando una palabra, un giro o un modismo se dieron previamente en los autores peninsulares, en la tradición hispana derivada hacía estas tierras o en alguna delgada pero persistente infiltración de la vena indígena autóctona. Resta ahora que los investigadores actuales, acaso con el recaudo de una estética de sesgo espiritualista, pero no desentendida de un saludable realismo y de las debidas cautelas filológicas, se pongan a la tarea de captar, ya sin perezosos impresionismos y sobre base cierta, las vivificadoras connotaciones que el propio Hernández supo imprimir acuñándolas con sello personal, en el plasma idiomático recibido: en los supuestos arcaicos de la fonética y la morfología, el léxico de procedencia española no menos que el de creación americana, con cuenta de lo anteriormente recogido, o fraguado de propia Minerva, por los escritores de tipo gauchesco que antecedieron a Hernández o le fueron contemporáneos. Se sobreentiende que la alusión se endereza a Hidalgo, Ascasubi, del Campo; por modo singular a los dos primeros. En éste, y así en otros aspectos de nuestra literatura, la rústica y la urbana -aun la gramaticalmente desgreñada y la bronca y maldiciente y malsonante que ahora se patrocina y galardona-, queda pues trabajo para muchos, sin necesidad de que andemos a los codazos. En la ulterioridad de esta segunda, impostergable etapa de los estudios martinfierristas -etapa aquí apenas y aun penosamente iniciada- el trabajo de Tiscornia no dejará de ser útil. El haberse mantenido en un delimitado plano informativo y descriptivo, bien al resguardo de tanto verbalismo sin compuertas, llegado el tiempo a nadie habrá de entorpecerle el libre acceso hacia más altas y abarcadoras perspectivas críticas». Me excuso por una cita tan extensa de uno de mis trabajos sobre tema hernandiano; lamento explayarme en otra, aunque esta no sea tan dilatada. En el momento en que se acaba de aludir a la llamada «lengua gauchesca», me lleva a ello la necesidad, todavía actual, de insistir en un distingo forzoso, ofuscado o diferido, unas veces por falta de criterio técnico en materia lingüística, otras por esa especie de miedo lugareño de sentirnos inscriptos en el ámbito de una gran lengua común, no menos nuestra que de otros grupos nacionales. Sin mengua de su originalidad y de nuestros posibles y aun deseables fueros localistas, filológicamente forzoso es reconocer que el lenguaje del poema, aparte los previsibles sobrepuestos regionales, es el castellano del Río de la Plata en la segunda mitad del siglo XIX hasta la llegada del caudaloso aporte inmigratorio. Por lo menos en su base, esa lengua gauchesca, con sus modalidades de elocución rural aunó en su momento conocidos rasgos fonéticos, y sobre todo morfológicos, del añejo fondo español. Se sobreentiende que algún toque de indigenismo, en nada excesivo, alcanzó a matizar el conjunto. De todos los autores llamados «gauchescos» fue el mismo Hernández el que disfrutó de un más sobrio y seguro conocimiento de la lengua de nuestra campaña, la que por otra parte en aquel entonces no difería en mucho de la propia de los sectores urbanos. Con todo, a Hernández no le fue ajeno un doble comportamiento lingüístico: uno -el del versificador ocasional, el del periodista, el del biógrafo del Chacho, el de las «instrucciones» para uso del estanciero, etc. -; otro, el de la antedicha lengua gauchesca. En este último uso, como se sabe, Hernández no hizo sino practicar los mismos recursos expresivos anteriormente usados por Hidalgo, Ascasubi y del Campo, sólo que el autor de Martín Fierro, a fuerza de simpatía, y en razón de su más recio estro poético, atinó a que en su caso el mimetismo idiomático alcanzase la entera fuerza de una lengua en todo natural y no aprendida. Como el distingo que ahora hago no es frecuente, supuesto que según queda dicho, estimo necesario aclarar una confusión que aún persiste, retomo algunas observaciones anteriores. De viva voz, en 1963, y en Madrid, alcancé a conversarlas con don Ramón Menéndez Pidal. Procedían ellas de una vieja disertación pronunciada en 1942, en el Instituto Popular de Conferencias, en el local del diario La Prensa. Al ilustre maestro esas mismas observaciones le parecieron aprovechables y así, en fecha relativamente reciente, las retomé por escrito en unas páginas luego incluidas en un volumen de homenaje al eminente estudioso. Por creerlo pertinente, de la monografía mencionada, dedicada a del Campo, extraigo una nota y los párrafos que la justifican. «Hidalgo nació en Montevideo; del Campo en Buenos Aires; Hernández en San Isidro, en el ruedo de la ciudad. Nacido por el contrario en el ámbito provinciano de Córdoba, en la posta de Fraile Muerto (la actual población de Bell-Ville), Ascasubi parecería denegar ese ya inicial supuesto urbano. Mas no le hace. Conocidas son las frecuentaciones no rurales del doble de Aniceto el Gallo. Pronto se hizo Ascasubi a las maneras porteñas y también, con detonante boato y previsible rastacuerismo, a las de París y otras capitales europeas. Ni cabe olvidar que fue la muy parisiense casa de M. Paul Dupont la que en 1872 le publicó las obras completas. Allá le tocó trasladarse, ante la corte de Napoleón III, con una misión especial en los días de la presidencia del general Mitre. ¿Y no fue Ascasubi, como se sabe, el argentino que llevó un sauce criollo para que el arbolito llorase, intérprete de un deseo del poeta de "Las Noches", sobre la tumba de Alfred de Musset en las alturas de Ménilmontant? (Mes chers amis, quand je mourrai plantez un saule au cimetière...). La conclusión -si cabe una- se impone por sí sola. Hecha cuenta del talento vivificador que cada uno de ellos acertó a insuflarle, la poesía "gauchesca" de del Campo, como la de Ascasubi o la de Hernández, tuvo sus convenciones, cuando no sus artificios. No cabe negar que hasta esa poesía, creación de escritores casi siempre urbanos que se complacen en los temas y en las maneras rústicas, hayan podido confluir genuinos elementos provenientes del habla de los gauchos y aun de la vieja y a buen seguro rudimentaria poesía oral de los mismos. Consecuentemente no es lícito asimilar, como en su hora y en desproporcionada medida lo hicieron y todavía lo hacen los despistados comentadores de esta poesía gauchesca, con las formas del presunto cantar ingenuo, "no aprendido", de los primeros y oscuros bardos rurales de estas comarcas. Ya es mucho que, andando el tiempo, algunos de los seguidores no estrictamente gauchos hayan intentado reservarnos una imagen siquiera aproximada de las formas primeras. Debemos reconocer, sin excesiva nostalgia, que lo más de lo que llamamos poesía gauchesca sólo es -y por precisas circunstancias históricas no podía ser otra cosa- un oficio, en ocasiones sabrosamente inspirado: un rústico "mester" de poesía a la manera de la de los gauchos. En la literatura, aun en aquella que no se empeña en los efectos del color local, grato a los románticos y a los autores no siempre bien llamados "realistas", todo lenguaje es inventado. Por eso, precisamente, por esa eficiencia creadora y evocadora, también esta, aunque sólo "gauchesca", en ocasiones merece el dictado de poesía. Va para poeta, y bueno, el que a vueltas de ese esencial impulso lírico del que nace toda obra artística, ya en el registro épico o en el dramático, con adecuadas equivalencias atina a figurarnos el alma de seres de otra condición, de otro paisaje y en ocasiones de otra habla. En esto, la historia -la historia literaria por lo menos- nos alecciona. Hasta las inflexiones del campesino latino -que como el nuestro cantaba y hacía música, pero que como el nuestro usualmente ni leía ni escribía- no nos han llegado sino a través del verso y de la sensibilidad selectiva de Virgilio». Siquiera en la medida de sus posibilidades, esa sensibilidad selectiva no le faltó a Hernández. Sus cartas y las declaraciones recogidas por sus contemporáneos lo declaran. También más allá del intencionado desaliño con que por veces el autor emplea el habla gauchesca ese juicioso cálculo de los recursos expresivos se manifiesta igualmente, y no menos en la primera que en la segunda parte: trasparece en la versificación, las imágenes, los refranes y las frases sentenciosas. Sin cuenta de las versiones escolares de segunda mano, después de la de Tiscornia, ya recordada, en el orden de las ediciones críticas, o depuradas y anotadas, han aparecido otras: así la de Santiago M. Lugones, así la de Augusto Raúl Cortázar, así varias de data más reciente. Por mi parte, algo he podido agregar en lo que loca a la lexicografía y aun a la dilucidación del poema, ello en la edición publicada en 1958, después reimpresa. Pero dejemos a los vivos, aquí sólo aludidos tangencialmente. Entre los comentaristas desaparecidos, no entre los editores críticos, aun corresponde, cuando menos, la justa mención de los trabajos de Carlos Alberto Leumann y junto a ellos el aporte exegético de Ezequiel Martínez Estrada. Suman apreciables méritos los estudios que Leumann consagró a Hernández y de especial manera al poema. Uno de esos estudios vale por la ventaja documental de proponer como materia de análisis el hasta entonces, 1945, desconocido manuscrito de la Vuelta. La interpretación, muy fervorosa, queda algo ofuscada por un enfoque que no siempre condice con las exigencias del esclarecimiento filológico propuesto. Muerte y transfiguración de Martín Fierro, el libro de Martínez Estrada, es obra original pero depresiva. La visión que del poema y del propio Hernández presenta el patético ensayista de Radiografía de la pampa y La cabeza de Goliat, si desde luego confirma su talento, parejamente da fuerte relieve al exceso de sus puntos de vista. Uno se pregunta en qué medida -aunque sólo como por vía de «ensayo» -puede asentarse, sin más, con tal brío y tal riesgo, una interpretación integral de la vida argentina. Valga la sumaria revisión que antecede para corroborar en alguna medida lo que con recio criterio -admitidas y celebradas las excelencias del poema- conviene tener en cuenta al cabo de un siglo de la aparición de la primera parte y a poco menos de una centuria de la edición de la segunda. EI mito del payador debe ser sometido a rectificación: no se nos olvide que, sin ser figura doctoral, Hernández se comportó ante todo como un hombre urbano, no ajeno, claro está, a la experiencia campera. Que fue un periodista, un hacendado y un funcionario; un parlamentario de aplaudida actuación en un lapso importante de su vida. Por lo que toca al poema no es posible desconocer el alegato que Hernández incluyó en sus versos, defensa generosa y gallarda. La adhesión moral a la causa por él defendida se sobreentiende, pero muchos son los años corridos desde que la tal defensa hubo de perder su posibilidad de alcance por la manifiesta desaparición del personaje defendido. El propio Hernández no dejó de advertirlo, y así lo destaca en varias cartas y en alguno de sus prólogos. Exhumando textos periodísticos de Hernández y reproduciendo algunos de los más ilustrativos, ya antes de ahora me fue posible mostrar, como ese alegato nuestro autor lo había cumplido anteriormente en las páginas que alcanzó a regentear el publicista, de señalada manera en las columnas de El Río de la Plata. Por circunstancias que también he podido precisar documentalmente, en el punto en que el gaucho se le mostraba en el trance de desaparecer con sus modalidades típicas, Hernández quiso salvarlo, salvarlo artísticamente se sobreentiende, en los términos de un retrato. Esta palabra, «retrato», es la que el poeta emplea con lúcida intención en un contexto inequívoco. La profusa defensa periodística yace hoy olvidada, desde lustros, en el polvo de nuestras hemerotecas. El poema, por el contrario, reserva muy cabales todos los rasgos de esa semblanza conjunta: Fierro, Cruz, los muchachos, el Viejo Vizcacha, el Moreno y las demás criaturas poéticas directa o indirectamente evocadas en el relato. En el poema no se cifra toda la Argentina, ni siquiera toda la Argentina de ayer. Queda retenido, en cambio, y con trazos precisos, enteros, un momento de la vida rústica en el Plata sobre las fechas que bien se conocen. El poema constituye además, -y no es su menor mérito- un inigualado repertorio de los saberes y dichos tradicionales en él arquetípicamente fijados por el poeta en el plano atemporal de las realizaciones estéticas bien logradas. ¿Qué más puede pedírsele a un poema, y a un poema de fisonomía tan sui generis? Frente a las creaciones poéticas, como frente a las mismas entidades religiosas, seamos devotos pero no supersticiosos. Amemos las cosas de la patria, pero no caigamos, ululantes, en el pasmo de la beatería localista.