miércoles, 2 de noviembre de 2016

SIETE - EDUCAR PARA LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA


. La cultura moral de la deuda ha entrado en crisis, como ha entrado en crisis la cultura económica de la deuda: nada más simple hoy que vivir permanentemente endeudados, incluso como opción, en estos tiempos de tarjetas de crédito y de préstamos a bajo interés. En palabras de Berger (2006): “Hoy en día no sólo están desapareciendo y extinguiéndose especies animales y vegetales, sino prioridades humanas que, una tras otra, están siendo sistemáticamente rociadas, no de pesticidas, sino de eticidas: agentes que matan la ética y, por consiguiente, cualquier idea de historia y de justicia”. Eticidas que se ceban muy especialmente con todo aquello que tenga que ver con “la necesidad humana de compartir, legar, consolar, condolerse y tener esperanza”. Por eso es imprescindible insistir una y otra vez en que nuestra responsabilidad hacia el otro es previa incluso a nuestra propia libertad. Somos porque somos con otros. No es posible la comunidad humana sin comunidad moral, sin reconocimiento del otro, de nuestra mutua dependencia y de la responsabilidad que de ella se deriva. Y en esta tarea el papel de la educación resulta esencial. Una educación que, siguiendo la propuesta de Martha C. Nussbaum (1999; 2005; 2010), ponga especial énfasis en el desarrollo del pensamiento crítico, en la capacidad de trascender las lealtades nacionales y abrazar una identidad cosmopolita, en la capacidad de imaginar la experiencia del otro, en reforzar el sentido de la responsabilidad individual. Una educación esencialmente narrativa y sólo secundariamente argumentativa pues, como señala Nussbaum, la patología de la repugnancia que divide el mundo entre “un «nosotros» sin falla alguna y un «ellos» con carácter contaminante, sucio y malo” se ha nutrido también “de numerosas historias ancestrales relatadas a las niñas y los niños, las cuales dan a entender que el mundo se salvará cuando las brujas y los monstruos feos y repugnantes sean asesinados por alguien, o incluso cocinados en sus propios hornos” (2010, pp. 61-62). [5] Porque los relatos mueven el mundo. Que nadie lo dude. Su importancia a la hora de orientar las políticas públicas y, en concreto, las políticas sociales y económicas de los gobiernos, está ampliamente contrastada (Hirschman, 1991; Lakoff, 1996; Schmidt 2002; Béland, 2007; Atkins, 2010). No por sí solos. Es preciso un determinado contexto social e institucional. Pero las ideas configuran marcos (frames) que delimitan en un momento dado el espacio de lo pensable y de lo impensable, de lo posible y de lo imposible, de lo deseable y de lo indeseable. Como nos advirtió Wiliam Thomas, “si los hombres definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias”. Pero la mentalidad progresista se volvió, hace ya demasiado tiempo, burdamente leninista, olvidándose de la propuesta de Gramsci; obsesionada con el poder, se ha olvidado de la hegemonía. Hace ya muchos años que los mejores lectores de Gramsci se encuentran en la derecha. Por el contrario, desde los Sesenta la izquierda orientada a la gestión del poder en las sociedades democráticas ha arrojado por el sumidero, junto con el agua sucia de la crisis de la Educar para la participación ciudadana en la enseñanza de las Ciencias Sociales 26 clase obrera como sujeto histórico, el niño de la construcción de hegemonía. “¿Por qué nos resulta tan difícil siquiera imaginar otro tipo de sociedad? ¿Qué nos impide concebir una forma distinta de organizarnos que nos beneficie mutuamente?”, se pregunta Judt. Nuestra incapacidad es discursiva: simplemente ya no sabemos cómo hablar de todo esto. Durante los últimos treinta años, cuando nos preguntábamos si debíamos apoyar una política, una propuesta o una iniciativa, nos hemos limitado a las cuestiones de beneficio o pérdida –cuestiones económicas en el sentido más estrecho (2010, p. 45-46). Naomi Klein subraya con acierto la importancia trascendental que ha tenido esta capacidad de la “nueva derecha” para generar discurso durante la travesía del desierto que para el pensamiento conservador fueron las décadas de los años Cincuenta, Sesenta y Setenta. En 1962, Milton Friedman escribía en su libro Capitalismo y libertad: Sólo una crisis -real o percibida- da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable (Klein, 2007, p. 27). Era un tiempo en el que tanto Friedman como sus mentores intelectuales, Hayek y Von Mises, “parecían condenados a ser marginales cultural y profesionalmente” ( Judt, 2010, p. 104). ¡Si hasta Keynes debía ser superado por la izquierda en aquellos años Sesenta! Pero llegó la crisis, la real (la del petróleo de 1973 y la del cambio del modelo tecnológico y productivo fordista que la siguió) y la percibida o imaginada (la crisis del miedo y la desconfianza que dio al traste con cualquier cultura del compromiso y del pacto). Y la crisis generó la estructura de oportunidad política para el “libertarianismo” más radical. Así pues, ¿por qué, viviendo en el inicio del milenio en un mundo donde hay tanto para criticar, se ha vuelto tan difícil producir una teoría crítica? Pues tal vez porque un día, hace ya muchos años, nos creímos a pies juntillas aquello de que había que dejarse de interpretar de diversas maneras el mundo y que lo que había que hacer era transformarlo. Pero mientras unos actuaban en el escenario eran otros los que escribían los guiones. [6] Como señala Cohen, la tradición igualitaria ligada al marxismo ha despreciado históricamente las cuestiones relacionadas con la moralidad. Ello es debido a la característica concepción obstétrica del marxismo. Surgido de una serie de ideales juzgados etéreos (socialismo utópico), a partir de Marx y de Engels el socialismo descansaría sobre unos fundamentos sólidos: lo que una vez fuera utopía, en adelante sería ciencia. Desvelados los mecanismos fundamentales de la explotación y de la liberación, el marxismo se despreocupó de los valores de igualdad, comunidad, autorrealización humana, a pesar de ser parte integrante de la estructura de creencias organizada en torno al marxismo. En lugar de eso, “dedicaron su energía intelectual al duro caparazón de hechos que rodeaban sus valores” (Cohen 2001, pp. 138-139). ¿Y cuáles eran esos hechos que conformaban el “duro caparazón” del marxismo? Básicamente dos: 1º) La existencia de una clase trabajadora cuyos miembros constituían la mayoría de la sociedad, producían la riqueza de la sociedad, Imanol Zubero Problemas del mundo, movimientos sociales y participación ciudadana 27 eran los explotados de la sociedad, no tenían nada que perder con la revolución, al contrario, estaban interesados en la misma, y te-nían la capacidad de transformar la sociedad. 2º) La convicción de que el desarrollo de las fuerzas productivas “daría como resultado una abundancia material tan grande que cualquier cosa que alguien necesitase para desarrollar una vida satisfactoria podría tomarlo de la tienda sin coste alguno para nadie” (Cohen 2001, pp. 140, 145). Ante la densidad de los hechos, ¿quién necesita valores? Porque creía que la igualdad era históricamente inevitable, el marxismo clásico no se preocupó de argumentar “por qué esa igualdad era moralmente correcta, qué era exactamente lo que la hacía obligatoria desde un punto de vista moral”. Si el capitalismo incuba, necesariamente, el comunismo -si, por decirlo con el genio poético de Silvio Rodríguez, “la era está pariendo un corazón”-, resulta una pérdida de tiempo teorizar sobre por qué ese tiempo nuevo ha de ser bienvenido; antes bien, de lo que se trata es -parteros, al fin y al cabo- de trabajar por hacerlo llegar tan rápido como sea posible (Cohen 2001, p. 140). Y para ello prácticamente bastaba con ser obrero con conciencia de serlo. Conciencia práxica, no moral. Porque el viento de los intereses de la clase empujaban naturalmente el barco de la emancipación del género humano. Lo que era bueno para la clase obrera era igualmente bueno para la Humanidad en su conjunto. No podría ser de otra manera. Pero la era del capitalismo industrial, de la modernidad sólida y del socialismo real acabó por parir no un corazón, sino un puño. El fantasma que a mediados del siglo XIX recorría Europa y desde ahí se extendió por todo el mundo no fue el del comunismo -aunque también este fantasma, transmutado en el espectro estalinista, contribuyó grandemente a partirnos el corazón- sino el del imperialismo -corazón de las tinieblas-, bisabuelo del globalitarismo actual. [7] Lo diremos recurriendo a un concepto ampliamente extendido: el capitalismo globalista es insostenible. La existencia de límites al crecimiento supone la impugnación de cualquier propuesta de desarrollo que aspire a elevar los niveles de bienestar de los colectivos y pueblos más pobres simplemente mediante el recurso de invitarles a seguir los pasos de las sociedades más desarrolladas: en un mundo limitado no hay recursos suficientes para que todo el planeta sea un privilegiado “barrio Norte”. La existencia de límites supone una inexorable enmienda a la totalidad al modelo de desarrollo capitalista, basado en el crecimiento permanente. Como advierte Seabrook, el discurso desarrollista oculta un detalle fundamental, cual es el hecho de que “Occidente se enriqueció gracias a la explotación de los territorios y de los pueblos a los que ahora anima a seguir sus pasos”. Y continúa: “El secreto mejor guardado del «desarrollo» es que se basa en un concepto colonial, un proyecto de extracción. Dado que la mayoría de los países carecen de colonias de las que extraer riqueza, deben ejercer una prisión intolerable sobre su propia población y entorno” (2004, p. 79). Pero ya no hay espacios vacíos (o “vaciables” por la expeditiva vía de la aniquilación de sus habitantes originarios). O, en todo caso, los espacios a conquistar por las mayorías que quieren sobrevivir son los que nosotros ocupamos: los países ricos. Según Bobbio, la verdadera razón de ser de la izquierda está en comprometerse por “realizar el paso de la «cuestión social» dentro de cada uno de los Estados a la «cuestión social» internacional” (1996, p. 90). Se trata de afrontar el rompecabezas de la extensión: Educar para la participación ciudadana en la enseñanza de las Ciencias Sociales 28 Se nos pregunta si es posible extender criterios o principios de justificación, elaborados, preparados y defendidos en relación a la cara interna de las comunidades políticas, más allá de los confines, al escenario internacional. Se nos pregunta incluso: si ello es posible, ¿cómo es posible?, ¿cómo satisfacer todo lo exigido por la máxima “globaliza la justicia social”? (Veca 1999, pp. 162-163). Nuestro reto es pensar la igualdad radical de todos los seres humanos en condiciones de escasez, de manera que si hay alguna forma de salir de esta crisis sistémica ha de pasar por un menor consumo material del que ahora existe y, como resultado de ello, por cambios no deseados en el estilo de vida de quienes habitamos el barrio Norte del planeta. Y es aquí cuando el músculo moral se vuelve imprescindible. “¿Cómo puede un técnico de la Boeing de Seattle concebir «estar junto» a un trabajador de una planta de té de India?”, se pregunta Cohen. Esta es su respuesta: Para que hubiera alguna forma de solidaridad que uniera a esas personas, es necesario, una vez más, el estímulo moral que parecía tan innecesario para que se diera la solidaridad proletaria en el pasado. Los más ampliamente favorecidos en el proletariado del mundo deben convertirse en gente sensible en gran medida a los llamamientos morales para que haya algún progreso en esta línea (Cohen 2001, p. 152).CONTINUARÁ...