miércoles, 7 de diciembre de 2011

SERVICIOS PÚBLICOS (2)


Una funesta apatía
En cuanto la satisfacción de una necesidad se convierte en la finalidad de un servicio público, queda en gran parte sustraída de la libertad individual y de la responsabilidad individual. El individuo ya no tiene la libertad de adquirir la cantidad que desea en el momento que la desea, consultando sus recursos, sus conveniencias, su situación, sus apreciaciones morales, ni el orden de prioridad según el cual le parezca más razonable proveer a sus propias necesidades. De buena o de mala gana, se ve impelido a retirar del medio social, no la cantidad del servicio que juzga útil, como lo haría en el caso de los servicios privados, sino la parte que el gobierno juzga apropiado preparar para él, cualquiera que sea la cantidad y la calidad. Quizás no dispone de suficiente pan para paliar su hambre y sin embargo, se le despoja de una parte de ese pan, que le hace tanta falta, para proporcionarle instrucción o espectáculos que no necesita.
El individuo deja de ejercer un control libre sobre sus propias satisfacciones y, al no ejercer ya su responsabilidad, deja también de ejercer su inteligencia. La previsión se le vuelve tan inútil como la experiencia. Es menos dueño de sí mismo. Ha perdido una parte de su libertad de escoger. Es menos perfectible. Es menos hombre. Despojado de la necesidad de juzgar por sí mismo en casos particulares, con el tiempo va perdiendo el hábito de juzgar por sí mismo. Esta torpeza moral que lo invade, invade por motivos iguales a todos sus conciudadanos. Hemos visto que naciones enteras caen en una funesta apatía.
En la medida en que una categoría de necesidades, y sus correspondientes satisfacciones, permanece en el dominio de la libertad, cada cual establece al respecto su propia norma y la modifica a voluntad. Ello parece natural y justo, puesto que no hay dos hombres que se encuentren en circunstancias idénticas, ni un hombre cuyas circunstancias no cambien con el paso del tiempo. Entonces todas las facultades humanas, la comparación, el juicio, la previsión, permanecen activas. Entonces toda acción acertada trae su correspondiente recompensa, y todo error conlleva su correspondiente castigo. Y la experiencia, ruda compañera de la previsión, al menos cumple con su misión, de suerte que la sociedad se perfecciona necesariamente.
Pero cuando el servicio se convierte en público, todas las normas individuales desaparecen para fundirse y generalizarse en una norma escrita, coercitiva, igual para todos, que no considera las situaciones particulares y ahoga en la inercia las más nobles facultades de la naturaleza humana.
La intervención del Estado, pues, nos despoja de la facultad de gobernarnos a nosotros mismos, en lo concerniente a los servicios que recibimos del Estado, y más aún en lo concerniente a los servicios que nosotros, bajo represión, le prestamos a cambio. Esta contrapartida, este complemento del intercambio es un despojo adicional de nuestra libertad, en virtud de su regulación uniforme, por una ley decretada con antelación, ejecutada por la fuerza, a la que ninguno puede sustraerse. En una palabra, como los servicios que el Estado nos presta son una imposición, los servicios que nos exige en pago también son una imposición, y muy apropiadamente se les llama impuestos.
FUENTE: elcato.org