jueves, 11 de agosto de 2016

LOS CALABOZOS DE LANGEAIS - CAPÍTULO FINAL


Con un gruñido impaciente, siguió adelante, dejando que el carrete se desentrañara en su mano libre. Llegó a un cruce, giró a la izquierda, y un trozo de hilo lo sorprendió en el ombligo, quedándose corto. Ya había pasado por allí. Estaba dando vueltas en círculos. Vueltas y más vueltas, cerca o lejos de Jolie, él no lo sabía. Se recostó contra la pared, cerrando los ojos, y respirando pesadamente. Tenía que pensar. Tenía que recordar. Si pudiera hacer a un lado la oscuridad y recordar el laberinto… —¡Jolie! —gritó de nuevo. Se preguntó si ella le respondería. Él era el tirano que la había encerrado. Ella podía estar en ese túnel, o en el siguiente, escuchándolo, pero escondiéndose por miedo. —No me hagas esto… —murmuró. El ángel. No podía dejar de pensar en el ángel. ¡Había renunciado al Jeshvan! Le declararía una guerra a implacable si él había dejado a Jolie morir allí. ¿Cuánto tiempo había pasado? Días y días, pero ¿cuánto? Él había enviado lejos a sus criados, y no había nadie a quien preguntarle. ¿Y dónde diablos estaba Elyce? Él le había pagado para que la vigilara. ¿Había dejado suficiente comida? ¿Jolie había estado lo suficientemente abrigada? Él se había despertado en un cementerio congelado, el clima era mucho más frío de lo que esperaba aún con el invierno a varias semanas. Debería haberlo planeado mejor. ¡Si tan sólo hubiera tenido más tiempo! Chauncey giró una y otra vez, estrellándose contra las paredes de los túneles. Dio la vuelta a una curva, y allí estaba. La puerta al final del pasillo. La barra de hierro se encontraba todavía en el lugar, bloqueando a Jolie en el interior. Se deshizo de ella y abrió la puerta de par en par. Las ratas se escabulleron perezosamente en las sombras. Dos bandejas de plata se encontraban en el suelo, pero la comida había desaparecido, siendo sustituida por una espesa capa de excremento de roedores. Chauncey vio el cuerpo en la cama, pero su cerebro estaba confuso, incapaz de razonar. Parpadeó como si no estuviera viendo correctamente. La muchacha estaba cubierta de una fina capa de escarcha. Sus ojos azules se abrían cínicos, congelados en una mirada. Elyce estaba muerta. Las manos de Chauncey se flexionaron contra el marco de la puerta. Se vio como un niño de nueve años de edad, de pie en el sótano de la cocina, tropezando con la muerte. —No —volvió a parpadear—. No. Sus piernas lo empujaron hacia Elyce. Se puso de pie junto a ella, no pudiendo dejar de observarla. Él no había sido capaz de verla como realmente era, más bien, como se suponía que debía estar. Viva. Un torrente de recuerdos irrumpió a través de su presa mental. Él no creía en el amor, en lo absoluto, era la religión de los necios. No creía en el amor a primera vista, pero la primera vez que vio Elyce, por una fracción de segundo, había dudado de todo lo que pensaba. Bailaba de una manera que eclipsaba a las chicas comunes, les robaba el escenario. Cada moneda en la sala fluía hacia ella. Había tomado algo ordinario y lo había hecho lucrativo. Ella gobernaba su propio destino. 16. 16. Ni una sola vez en su vida, Chauncey se había sentido comprendido, pero en las semanas en las que Elyce se había quedado con él en el castillo, la profunda brecha que siempre lo había separado del resto del mundo se había reducido. Eran uno para el otro. Calculadores, manipuladores y cínicos, sí. Pero también impulsivos, hambrientos y sin compromisos. Él no la amaba en la forma la que otros hombres amaban a sus mujeres, él la amaba de la única forma que podía, por no dejarlo solo en un mundo que lo entendía aún menos de lo que él se entendía a sí mismo. El ángel había sido la única razón por la que la había echado del castillo. No podía soportar estar en la misma habitación con ella y escuchar esas palabras. “Los días más mágicos de mi vida...”. Había odiado a Elyce por eso, pero su enojo fue mal dirigido. Todo era culpa del ángel. Se inclinó sobre el catre, y apretó la mano de Elyce contra su rostro. Las emociones se agitaban en su interior como pájaros aleteando en una jaula de cristal. ¿A quién tenía ahora? Estaba completamente solo. Totalmente incomprendido. Chauncey se sacudió en su posición, creyendo sentir la presencia del ángel cerca. Se sentía vigilado, pero las paredes fuera de la celda no brillaban con la sombra del ángel, sino con la de los espíritus de la muerte. Chauncey pudo sentirlos, atrapados y errantes. Su cuerpo se convulsionó en la creencia de que los rodeaban, y se apoyó más en la celda. —Elyce —siseó. Allí en las mazmorras, tenía la certeza de que la muerte estaba muy lejos y muy cerca al mismo tiempo—. ¿Puedes oírme? ¿El ángel te hizo esto? ¿No? La puerta de la celda se cerró. Chauncey escuchó la caída de barra de hierro en su lugar, encerrándolo en el interior. Se acercó a la puerta en dos zancadas. —¿Quién anda ahí? —exigió. No hubo respuesta— ¿Elyce? —no creía en fantasmas, pero, por otro lado, ¿qué otra cosa podría ser?— Fue el ángel, él te mató. Yo no tuve nada que ver con esto. Miró de nuevo su cuerpo sobre la cama para asegurarse de que todavía estaba allí. Había oído historias de cadáveres levantarse de la tumba para beber la sangre de los vivos... —¿Hablando con los muertos, Duque? Siga así y la gente va a cuestionar su cordura. Chauncey se puso rígido ante la voz al otro lado de la puerta. —Tú — rugió con odio. —Espero que te coman las ratas —dijo el ángel en silencio. —No es un movimiento sabio, ángel. Estos son mis calabozos. Has invadido mi propiedad. Yo podría colgarte —tras haberlo dicho, se dio cuenta de lo inútil que era la amenaza. —¿Ahorcarme? ¿Con qué? ¿Todo este hilo? Chauncey sentía como sus fosas nasales se encendían. —Entonces será mejor que me vaya —la voz del ángel comenzó a desvanecerse. El pánico se apoderó de la garganta de Chauncey. —¡Abre la puerta, sinvergüenza embustero! ¡Soy el Duque de Langeais, y este es mi castillo! Silencio. 17. 17. Chauncey dio un puñetazo contra la puerta. El ángel se creía inteligente, ¿verdad? Bueno, pues acababa de sentar las bases para su propia destrucción. Deslizando su palma abierta contra las espuelas de montar, Chauncey se hizo un corte y sacudió unas cuantas gotas de sangre. Hizo un juramento. El ángel caería de rodillas. Sería implacable. Despiadado. Jolie podía envejecer y morir, pero habría otras mujeres. Chauncey sólo tenía que esperar con paciencia. FIN