. El caballo
blanco es un animal embrujado que corre más a prisa que la luz.
Partamos, sin embargo; disponemos todavía de algunas horas, pues he
dejado en mi habitación una camisa que responderá por mí, si a mi padre
se le ocurre ir a buscarme.
Emprendieron el galope.
Blancaflor dijo en el camino a Luis que era preciso que llegaran cuanto
antes al lejano río, donde terminaba el poder mágico de su padre. Allí los
fugitivos estarían a salvo de todo peligro.
El marqués del Sol había oído el galope del caballo negro y creyó, que Luis
huía solo. Para asegurarse de que Blancaflor estaba todavía en el castillo
subió a la habitación de su hija.
– ¿Estás ahí, Blancaflor? – preguntó, aplicando el oído a la cerradura de la
puerta.
– ¡Aquí estoy, papá! – respondió la camisa encantada.
El hechicero se tranquilizó, pero a poco llegaron también sus hermanas.
– ¿Estás ahí, Blancaflor? – preguntaron.
– Sí, aquí estoy – respondió la camisa.
– ¡Abre la puerta!
Nadie respondió. Las muchachas fueron a buscar un manojo de llaves y
consiguieron abrir la puerta.
Blancaflor no estaba en su alcoba; pero vieron extendida en el lecho la
camisa encantada.
– ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! – gritaron.
– ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! – contestó la mágica prenda.
Furiosas al ver que habían sido engañadas, las hijas del hechicero fueron
corriendo a decir a su padre que Blancaflor se había fugado con el joven.
– ¡Que me ensillen inmediatamente el caballo blanco – rugió el hechicero. –
¡No tardaré en alcanzar a esos miserables!
Por los campos incultos y los bosques de olivos, Luis y Blancaflor, jinetes
en su caballo, devoraban los kilómetros uno tras otro. La muchacha,
inquieta, volvía frecuentemente la cabeza.
No tardó en percibir a lo lejos una nube de polvo.
– ¡Por allí viene mi padre! ¡A prisa, Luis! ¡A prisa!
Pero el caballo no podía acelerar la velocidad, mientras que el caballo
blanco del hechicero daba saltos fantásticos. Cuando se encontraba a
pocos pasos de los fugitivos, Blancaflor se quitó una peineta de los
cabellos y la arrojó al suelo, diciendo:
– ¡Conviértete en montaña!
Y la peineta se transformó en una montaña tan alta que ocultaba el sol.
Luis, esperanzado al ver aquel prodigio, dejó descansar a su caballo, que
jadeaba estertóreamente.
Pero Blancaflor velaba por la seguridad de ambos.
– ¡Démonos prisa! – exclamó. – Mi padre nos alcanza…CONTINUARÁ