lunes, 5 de septiembre de 2016

CAPÍTULO CUATRO - "LOS ZAPATOS DE HIERRO"


Luis, cuando se quedó solo, vio acercarse un pequeño ratoncito gris. – Soy Blancaflor – dijo. – Ten cuidado. Mi padre quiere matarte, pues el caballo que has de montar no es otro que él mismo e intentara tirarte a tierra y patearte. Cálzate las espuelas, ármate de un látigo que encontrarás colgado en la pared de la cuadra y no dudes en utilizar ambas cosas hasta que el caballo, domado, te pida misericordia. Obedeció Luis. Cuando llegó a la cuadra vio un espléndido caballo negro inmóvil junto a un pesebre. Lo asió por la crin y saltó a la silla, después de haberse colocado las espuelas y apoderado del látigo que colgaba de la pared. Salieron al patio. El bruto empezó a dar corcovas y saltos de carnero, bajando la cabeza y levantando a un tiempo las patas posteriores, con ánimo de derribar al jinete. Pero nuestro héroe no se dejó desmontar y golpeó al animal con todas sus fuerzas, a tiempo que clavaba ferozmente las espuelas en sus ijares, por donde no tardó en correr la sangre. – ¡Detente, detente! – relinchó el caballo. – ¡Soy el Marqués del Sol! – ¡Dame mi alma, traidor, o te mato a latigazos! – La tendrás, pero déjame. Apeóse Luis del caballo y el Marqués, adoptando la forma humana le condujo a una cámara sin ventanas, donde brillaban, como otras tantas llamitas, encerradas en sendos frascos de vidrio transparente, las almas de sus víctimas. Devolvió a Luis la suya y en el mismo instante el joven experimentó tanta alegría que deseó vivamente compartirla con alguien. Bajó al jardín y encontró el cielo más azul, las flores más olorosas y abigarradas; anheló volver a ver a Blancaflor exactamente igual que se le había aparecido a orillas del río y quiso darle las gracias por haberle salvado de los lazos que le había tendido el hechicero. En la impaciencia que sentía por encontrarse en presencia de la muchacha Luis comprendió que al recuperar su alma se había enamorado de Blancaflor. Inclinóse para coger una rosa. – ¿A cuál de las tres hermanas elegirías para esposa? – preguntóle la flor. – ¿A quién había de elegir, linda flor? Pues a la que me ha conducido hasta aquí y me ha estado ayudando desde el primer día. – Escúchame, entonces… Para que mis hermanas no tengan celos de mí y mi padre no sospeche nada de lo ocurrido, solicita hacer tu elección sin vernos. – ¿Y cómo he de reconocer a la que adoro con toda mi alma? – Recuerda que Blancaflor, por tu culpa, perdió la punta del meñique izquierdo. Luis se presentó al Marqués del Sol y le dijo: – Me marcho, pero quiero solicitar de usted un favor. – ¿Cuál? – Que me conceda la mano de una de sus hijas – ¿De cuál de ellas? – No importa. No conozco a ninguna. Sin embargo, para no ofender a las otras, quiero dejar todo a la suerte. Que se alineen sus hijas detrás de una cortina. Cada una de ellas hará un agujerito en la tela y pasará a través de la abertura el dedo meñique; así escogeré la que ha de ser mi esposa, sin haberle visto el rostro. Accedió a ello el hechicero. Las tres jóvenes, a las que se oía charlar y reír detrás de la cortina, hicieron, tres agujeritos en la tela y asomaron los dedos meñiques. Luis reconoció sin trabajo el dedo de Blancaflor, menguado por su culpa, y pudo elegir a la que amaba con todo su corazón. Las otras hijas del hechicero, celosas de su hermana menor, fueron a contar a su padre que un día Blancaflor había perdido su manto de plumas y había prestado ayuda a Luis en contra suya. Blancaflor las oyó y resolvió emprender la fuga. – Huyamos – dijo a su prometido. – Mi padre querrá castigarme y vengarse de ti. Corre a la cuadra, toma un caballo, blanco muy viejo que verás atado a un pesebre y vente deprisa a reunirte conmigo a la puerta exterior del castillo. Luis corrió a la cuadra y vio un caballo blanco, tan viejo y flaco, que inspiraba compasión, por lo que, como había allí otros caballos, eligió el que le pareció más fuerte y vigoroso y abandonó a toda prisa el castillo maldito. Su novia le esperaba. Había preparado dos saquitos que colgó, de la silla del noble bruto; en uno había oro, en el otro iba encerrado su manto de plumas blancas. – ¡Desgraciado! – exclamó al ver el caballo. – ¿Qué ocurre? – inquirió él sobresaltado. – Que no has hecho caso de mi consejo y estamos perdidos...CONTINUARÁ